Los chopos son un pueblo humilde y bien
dispuesto. Nada más despuntar el alba bajan ordenadamente al río o al aguazal
más cercano y allí, uno por uno, se van sacudiendo la noche de las hojas. Este
es un privilegio al que jamás renuncian, aunque luego tengan que pasar el resto
del día tratando de recuperar la alineación perfecta, el lugar de cada uno en
la formación que les fue dada de una vez y para siempre. Para ello disfrutan de
una absoluta libertad de movimientos, a condición, eso sí, de estarse quietos.
A mediodía el sol deja caer la plomada de sus rayos y las vértebras se
enderezan. Los chopos son un pueblo trabajador y paciente. Crecen con rapidez
en los años buenos. En las sequías aguardan, contraen la corteza, extienden las
raíces, se desprenden de alguna que otra rama.
Luego, al terminar la jornada, los haces casi planos del atardecer delimitan las calles,
pasan revista y certifican el espíritu cúbico de la chopera. Es cierto que
vistos de cerca no hay dos chopos iguales, que su linealidad está hecha de
curvas y contracurvas, cincelada a golpes contra las paredes inquebrantables del aire y
de la luz. Pero observados a la distancia recomendada los chopos son pura perspectiva, un
pueblo pacífico y contable.
Al caer la noche es probable, inevitable casi, que sueñen los chopos
otras geometrías, algunas imposibles, otras no tanto. Y que muchos esperen en
secreto una mutación que nunca llega. Pero todo queda olvidado al despuntar el
alba, cuando los chopos se ponen en pie, uno por uno, y se apresuran.