Primero
eligieron el lugar, un remanso en la pendiente, allí donde el arroyo amaga y luego
se desboca; después fue extraer la piedra, allanar el terreno y levantar a
conciencia las paredes; y en el lienzo solano imaginar una ventana, dejar en
ese punto el vano necesario, fijar con arcilla el cristal a la madera y esperar
a que el tiempo le entregue su pátina de polvo: hasta que un día filtre la luz y
la aligere de la carga del paisaje. Mientras tanto ver nacer y morir a las
generaciones en la casa hasta quedar casi deshabitada: finalmente un hombre
solo que cultiva un huerto mínimo y extrae, donde antes fue la piedra, ahora
las patatas. Y esperar a que ese hombre deje algunas cerca de esa ventana el
tiempo necesario para que la tierra gire la fracción que permita al haz de luz
encontrar la faz de la patata; y abrirle ojos que buscarán la luz cuando la
noche invada la casa y la montaña, y solo el arroyo mantenga vivo el tiempo.
miércoles, 25 de julio de 2012
sábado, 21 de julio de 2012
Verano en el norte (el contratiempo)
Por la muralla de Lugo.
El verano en el
norte no es una estación,
es un estado
(de ánimo)
un acto (de fe)
un
desafío (a los pronósticos)
una apuesta
(contra la estadística)
un logro (de la
voluntad)
una alternativa
(a lo obvio)
una forma de
resistencia (frente a lo irremediable)
una afirmación
(individual)
una negación
(colectiva)
un gesto (sin
contraprestación)
un brindis (en
mitad de la tormenta).
El verano en el
norte no es una cuestión meteorológica ni un simple tema de conversación: el
verano en el norte hay que merecerlo para que no se desvanezca en nieblas.
Pero no
exageremos, el verano en el norte no es heroico ni lo necesita, solo es el
tiempo de sacarle al cielo y a la tierra los colores, de rascar en el gris de
los días. Y aún en las nieblas, proclamarlo.
miércoles, 18 de julio de 2012
viernes, 13 de julio de 2012
Guerras (el tiempo dilatado)
Valle de Burbia, Ancares leoneses
Igual
que si se tratara de la instalación de un artista poseído por alguna amargura o
por una sinrazón que no encuentra otra manera de expresarse que la torsión y la
impúdica exhibición de las entrañas, una serie de castaños antiquísimos y de
excéntricas formas jalonan la senda que se adentra en el corazón del valle. Como
resulta que, ahora que el Arte ha muerto, la vida imita al arte, me persuado de
que ha de haber para cada árbol un punto de vista particular que proporcione la
clave de su gesto, y por eso me agacho, los rodeo, me incorporo, trato, en fin,
de reproducir su mudo movimiento.
Cansada
la vista, dolorida la espalda, recapitulo mi cuerpo y observo que he perdido
las gafas de sol, caídas seguramente a la sombra de alguno de los árboles.
Regreso en su busca y es entonces cuando me cruzo con un viejo que también
viene caminando, envuelto en el humo tenue del cigarro. ¿Ya vuelve?, me
pregunta, de lo que infiero que mi paseo no era del todo ajeno al suyo, y yo le
cuento y él me guía hasta las gafas apartadas al borde del camino, camufladas
ya de polvo, casi de pronto centenarias, pero aún, espero, no del todo
inservibles. Le agradezco y le pregunto, si no es indiscreción, por la edad de
los castaños: miles, me dice, imagino que refiriéndose a los años, y yo le doy
la razón porque hay algunas clases de tiempo que no requieren cálculos más
precisos. Como él me lo pide, le digo de dónde vengo y él me habla de los
varios casamientos que con asturianos hubo en Burbia. Vuelve entonces el viejo
la vista hacia lo alto y me informa que allá arriba, detrás de aquellas
crestas, se oía cuando la guerra el ruido de las bombas. Yo no sé porqué me
cuenta esto así sin más, si es lo que él cree que yo quiero oír porque tal vez
otros como yo se lo han preguntado antes, o si tiene algo que ver con el tiempo
dilatado de los árboles o las vicisitudes de los matrimonios. Puede ser, no sé,
que para él todo el tiempo pasado sea ya una misma guerra, el miedo aquel de lo
que estaba al otro lado. Yo, la verdad, solo quiero saber a dónde va ahora
mismo con el hacha en la otra mano, si va a por leña o por madera, cuáles son
hoy sus trabajos y sus días. Pero el viejo, con un gesto indefinido por
respuesta, deja el sendero y se adentra monte arriba, en la misma dirección que
aquellas bombas.
Por
mi parte reanudo el paseo con una duda nueva y me pregunto cuál será mi guerra,
esa de la que hablaré algún día a un hombre desconocido a la vera de un camino,
qué clase de miedo será el que enviaré al otro lado de los montes. Y así voy
dejando atrás los castaños, allí empeñados en retorcerle el brazo al tiempo.
Mientras, encima de nuestras cabezas, el sol estalla sin ruido.
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