jueves, 27 de septiembre de 2012

Paisajes sin intermediario

 (Pincha sobre una imagen para verlas a mayor tamaño)

Costa de Bañugues, Asturias


El escenario habitual para el fotógrafo es abordar el paisaje como algo exterior, una materia prima que se le ofrece, una imagen que aún necesita ser imaginada, el reto de convertir un paisaje en su paisaje. Y en este proceso la cámara es tanto la herramienta como el obstáculo: sus limitaciones son su lenguaje, y por tanto también el nuestro. Pero en ocasiones, excepcionalmente, el paisaje es la fotografía y el fotógrafo una parte prescindible de la misma. Puede suceder, por ejemplo, en una tierra hirsuta al borde de un acantilado, donde el viento del ocaso dispone las nubes para que la luz comience el procesado y enumere uno a uno cada paso de la gama infinita de las sombras. No nos equivoquemos, no se trata de un momento sublime sino más bien todo lo contrario: la naturaleza condesciende a dar pábulo a la invención que acerca de ella acostumbramos a propagar en nuestras fotografías.
En tales circunstancias el fotógrafo dispara porque no puede hacer otra cosa pero comprueba, con admiración y no sin cierto desconsuelo, que esta vez no hay distancia alguna entre el paisaje y su retrato en la pantalla, que no es preciso medir ni componer, que todo está dado de antemano y en consecuencia él mismo está de más. Ya no se requieren sus servicios, convertido ahora en un triste intermediario sin comisión, el traductor de un texto transparente. Pese a todo sigue captando: ya hace tiempo que perdió la capacidad para percibir de otra manera, convertida la cámara en su pulmón artificial; pero también porque intuye que, aunque no está solo bajo el capricho de ese cielo, él es el único testigo de cargo de este minuto prodigioso, su apóstol y su chivato.
Y entonces de pronto empieza a refrescar la tarde, y otra vez queda afuera el paisaje.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Fiebre del oro

Mariscadoras en O Grove, Galicia.


También las almejas se siembran como el trigo, con semillas de sol que descienden hasta el frío limo de los días y germinan cada cual a su tiempo: en el lecho del río la pepita, el berberecho en el útero oscuro de la ría, esperando el gesto que comparten todos los buscadores de tesoros al hundir y alzar sus herramientas: la azada, la horquilla, el pico, la batea o el ojo sin párpado que el fotógrafo arrastra por el fango indiferente de las cosas.

jueves, 20 de septiembre de 2012

el tiempo recompuesto

Playa de Poniente, Gijón.


Resulta que llega un día en el que sales a la calle confiado en la costumbre de tu ropa clara de verano y te encuentras con un viento húmedo en la cara y en el pecho, y a la gente vestida con prendas de nuevo oscuras, a juego con el grisazul del amanecer. Y tú ahí como un cuerpo extraño, con tu indumentaria de lino y luz que de pronto te viene grande, con tu cara de jet lag, pareces recién llegado de una lejana latitud con el armario equivocado. Cuesta a veces regresar y no es una cuestión de lejanías ni de viajes, ni tampoco de síndromes ad hoc, más o menos inventados; hablo de distancias interiores para las que no existen autopistas, me refiero a que el cuerpo no llega de golpe sino que se va recomponiendo como en las traslaciones moleculares de aquellas pelis futuristas que antes de poder cumplirse ya se nos han quedado antiguas. También así dejamos atrás el futuro del verano, como una ficción que nos permitió representar un papel protagonista. De vuelta a casa busco en el fondo del ropero una imagen adecuada que ponerme, y la encuentro. No es la mejor de las fotografías pero se adapta a las circunstancias y al momento. La belleza no siempre ha de ser sinfónica, a veces se reduce a una sencilla cuestión de sintonía. Pero algo me dice que aún no debo abandonar del todo el color arena ni el alto azul del mediodía, que tal vez ahora más que nunca es preciso llevar las ropas claras y el paso cambiado.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Las dos almas



Asma, arritmia y fallos de memoria. En el fondo nada preocupante, achaques propios de los años y el desgaste. No en vano si mi ordenador fuera un perro o un gato estaríamos hablando de un anciano venerable. Y de algún modo así es: podríamos decir que está más allá de la vejez, que ha logrado superar la obsolescencia, esa etapa en la que debió ser sustituido por una computadora más acorde con los tiempos. Ahora ya es demasiado tarde para eso, deshacerse de él sería una crueldad intolerable. Así que llegaremos juntos hasta el final, sin recriminaciones, sin melodramas.
Entre tanto y para aliviar su reumatismo pongo al aire sus entrañas y le hago un poco de limpieza con aspirador, paño y bastoncillo de algodón. Es la única actualización que puede permitirse. Pero antes me quedo un rato contemplando embobado sus dos almas: la de silicio, tan prolija como hermética, y esa otra tejida de cables y ventiladores, demasiado mecánica para lo que uno esperaría del refinamiento tecnológico. No deja de ser curioso que precisamente este entramado visceral sea el encargado de enfriar los arrebatos calculadores de la máquina. Aunque el polvo cubre las dos almas por igual, las amalgama.
Enseguida vuelven a brillar las placas y las aspas. Lo reanimo y parece que su respiración se normaliza, aplazada por un tiempo la sorda vibración del estertor. De nuevo escucho apenas un débil ronroneo. 

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