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Costa de Bañugues, Asturias
El escenario habitual para el fotógrafo
es abordar el paisaje como algo exterior, una materia prima que se le ofrece,
una imagen que aún necesita ser imaginada, el reto de convertir un paisaje en
su paisaje. Y en este proceso la cámara es tanto la herramienta como el
obstáculo: sus limitaciones son su lenguaje, y por tanto también el nuestro.
Pero en ocasiones, excepcionalmente, el paisaje es la fotografía y el fotógrafo
una parte prescindible de la misma. Puede suceder, por ejemplo, en una tierra
hirsuta al borde de un acantilado, donde el viento del ocaso dispone las nubes
para que la luz comience el procesado y enumere uno a uno cada paso de la gama
infinita de las sombras. No nos equivoquemos, no se trata de un momento sublime
sino más bien todo lo contrario: la naturaleza condesciende a dar pábulo a la
invención que acerca de ella acostumbramos a propagar en nuestras fotografías.
En tales circunstancias el fotógrafo
dispara porque no puede hacer otra cosa pero comprueba, con admiración y no sin
cierto desconsuelo, que esta vez no hay distancia alguna entre el paisaje y su
retrato en la pantalla, que no es preciso medir ni componer, que todo está dado
de antemano y en consecuencia él mismo está de más. Ya no se requieren sus
servicios, convertido ahora en un triste intermediario sin comisión, el
traductor de un texto transparente. Pese a todo sigue captando: ya hace tiempo
que perdió la capacidad para percibir de otra manera, convertida la cámara en
su pulmón artificial; pero también porque intuye que, aunque no está solo bajo el
capricho de ese cielo, él es el único testigo de cargo de este minuto
prodigioso, su apóstol y su chivato.
Y entonces de pronto empieza a refrescar
la tarde, y otra vez queda afuera el paisaje.