martes, 27 de noviembre de 2012

El tobillo de la bicicleta



Me gustan las bicicletas y las paredes desconchadas. De hecho, nada me agradaría más que desconchar paredes en bicicleta. Lo de las paredes es reciente. Pero lo de las bicicletas viene de antiguo. Recuerdo que entre ciclistas precavidos se decía aquello de que la bicicleta es como la novia: nunca se la debe dejar sola. Para mí lo era literalmente.

La primera se hizo esperar más de lo razonable: yo era un niño tan crecido que había perdido ya la habilidad que proporciona la inocencia y tal vez por eso siempre he sido un poco torpe con las bicis. Aun así las arriesgadas incursiones más allá del fondo de la calle, los primeros caballitos y sus aterrizajes, forman parte de ese fondo mítico que surte los sueños y nuestras intuiciones más certeras. Con la siguiente planeé mis primeros viajes, solos los dos, ampliando el radio de mi atrevimiento, gozando de su dulce juego de piñones y compartiendo en ocasiones el placer, amores de pandilla que servían para después disfrutar más si cabe nuestras experiencias solitarias. Años más tarde mi primer sueldo fue a parar a una nueva bicicleta: la primera paga debe dedicarse a la concupiscencia, pues es sabido que lo contrario trae cien años de mala suerte.

Ahora en cambio me resisto a cambiar de bicicleta, quizás porque sus pequeñas averías, su óxido y su robustez devenida en sobrepeso encubren mi lamentable forma física, y ambos encontramos en esa complicidad una nueva vía de acceso a la pasión. O sencillamente porque en la pura resistencia hay un triunfo inesperado, tal vez ya el único posible. Aun así no puedo evitar fijarme en cada bici que veo por la calle: el dibujo de una cubierta entrevista o el brillo fugaz de un manillar son suficientes para que la imaginación reconstruya todo su aparato y el milagro de su ligereza. Igual que no puedo evitar un estremecimiento al escuchar el mecanismo de sus dientes rasgando la piel del espacio.

Ah, y por favor, que quede claro que cuando hablo de bicicletas, hablo de bicicletas, sin dobles sentidos, que este para mí es un tema muy serio.

Lo de las paredes, si os parece, lo dejamos para otro día.

viernes, 23 de noviembre de 2012

La otra casa



Casi sin querer se convirtió en el notario minucioso de su desmoronamiento. Cada día al levantarse, en lugar de mirarse al espejo como hace todo el mundo, observaba la casa abandonada que se alzaba enfrente de la suya y expedía certificados parciales de su demolición: un boquete en el tejado, un tabique que cede o esa enredadera que toma el lugar de las flores pintadas en papel. Absorto contemplaba la deserción del alicatado y la manera decidida con que los cascotes fueron enraizando hasta que, afianzada la ruina, llegó un momento en que solo un ojo avezado, con la ayuda de un potente teleobjetivo, podía ya medir su progreso. Y así, pendiente como estaba de cada mínima grieta en el ladrillo, tardó en descubrir que otra persona, desde los vanos como cuencas vacías de la casa, también observaba la suya y constataba. Decidió entonces, por economía de medios, tapiar sus ventanas y volver a mirarse en el espejo, como hace todo el mundo.

martes, 20 de noviembre de 2012

Ciencias del mar

                                                                                                                  Candás, Asturias


La ola, matemática feroz
que se resuelve en la gramática
del muro, duro profesor
que a su pesar enseña
la zoología fantástica
de lo repentino.


sábado, 17 de noviembre de 2012

Del olvido breve

Para Bea, la del Blue


Entra sin llamar la luz al mediodía
y llena con tiento de arqueóloga
el vacío de los vasos, tan despacio
que descubre un mundo
de vestigios inmediatos,
de posos de café,
de dactilares labios,
mientras dura la tregua
que concede la mano
del olvido breve y de la otra camarera.


domingo, 11 de noviembre de 2012

El corazón del bosque

Valgrande, Pajares


No un árbol sino el ramificarse que se detiene y se reanuda y vuelve a la tierra que es un nombre del bullir que oyes incesante muy adentro del oído si tuvieras oído allí donde hay solo una corriente de aire que sin aire gira 

y el latido en el lugar que debiera ocupar el corazón.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

07:52:28




Desde la toma de una fotografía hasta su publicación pueden pasar horas, días, semanas o meses: es el tiempo del revelado, cuya cálculo resulta ahora, en la época de la aglomeración digital,  mucho más impreciso que en la era de la química.

Para describir este proceso solía utilizar el símil de la maduración, pero, bien pensado, no se trata de que la imagen adquiera cuerpo sino todo lo contrario: que se disipe la niebla, que cesen los ruidos y que la fotografía recupere de algún modo la transparencia del negativo para que la luz la atraviese de nuevo y nos impresione. No maduración, por tanto, sino decantación.

Por eso, porque la instantánea es solo el punto de partida, sucede a veces que tomo imágenes de las cuales no soy aún capaz de dar razón apropiada, como si el autor no hubiera sido yo sino una versión futura de mi mismo, un fotógrafo del que aún nada sé ni de su mundo, pero a cuyo encuentro estoy probablemente destinado.

También hay imágenes que capturo como el que escribe una carta y la envía y espera tranquilamente la respuesta: fotos-paloma de ida y vuelta que al cabo de un tiempo nos traen noticias frescas de un pasado remoto.

Pero hay otras fotografías que permanecen mudas y atrincheradas en una quiebra del tiempo. Sospecho que su tozudez solo es comparable a mi impaciencia. Su silencio, la justa retribución a mi sordera. Ante éstas es mejor no arriesgar ni con el título.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Imagínate las olas...



...y no olvides que lo extraordinario forma parte de su rutina.


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