De pronto el mundo deja de estar compuesto por imágenes. Bueno, en
realidad esto no sucede de repente: lo repentino es la percepción que el
fotógrafo tiene de esta nueva situación, a saber, que la realidad visible ya no
es un collage de fotografías sino una masa compacta y de una sola pieza, de
carne y hueso por así decirlo: un álbum del que se han ido desprendiendo los
cromos para desvelar detrás la misma estampa impresa, pero animada. Comprende
también que ese instante de comprensión que lo hizo detenerse en medio de la
calle fue sin duda la última fotografía, una instantánea que nadie tomó, o
quizás sí: en la era de los dispositivos de captación de imágenes nunca se
puede estar seguro.
El hombre, ex-fotógrafo ya, reanuda la marcha por esa ciudad recién inaugurada:
encuentra una realidad de una riqueza extraordinaria, atestada de sonidos, de
olores, no siempre agradables, de luces nuevas incluso, de conversaciones en
las esquinas, de gente que espera y gente que acude o que tal vez decide
finalmente no acudir y alguien empieza entonces a esperar en vano. Cada calle,
cada portal, cada rostro, cada descampado encierra y compone la página de un
libro que todos escriben y nadie lee, que todos leen y nadie escribe. Una
ráfaga de viento recorre la avenida y hace volar algunas páginas. El hombre
recuerda entonces con una agridulce nostalgia su pasado de fotógrafo y se
siente feliz al imaginarse, quién sabe, de nuevo un día haciendo fotos.