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Playa del Silencio, Asturias
Desde el momento en que a la
playa del Gavieru empezó a llamársele playa del Silencio, fueron arribando a
ella ordenadas y no siempre calladas multitudes. Acuden al reclamo de su nombre
pero también al de su espejo engastado en los cantiles vertiginosos: persiguen
una promesa que el municipio ha sabido proveer con barandillas de aluminio.
Alcanzar
la playa del Silencio es caer sobre la palma de una mano que se ahueca para
contener un sorbo de mar escurridizo y en ese ahondarse acentúa sus pliegues,
líneas del tiempo y de la vida que el visitante recorre confiado en que la mano
no se cerrará del todo, todavía. Pero nada más pisar la playa, el paseante recibe
el desmentido de su nombre: no hay arena en la playa del Silencio sino cantos y
gravas que convierten cada paso en una delación. No hay arena en la playa ni
silencio en el Silencio, aunque allí todo el mar está grabado en la roca que se
extiende en oleadas, mientras resuenan los borborigmos
del océano en su lenta digestión de la piedra triturada. Y hay un momento en que el visitante presiente que no existe ni ha existido jamás un silencio puro, inaugural, que el silencio
es un residuo del estruendo, todo lo más un intermedio.
A lo largo de la jornada las pequeñas multitudes de la playa del Silencio
se sustituyen en relevos continuos y se traspasan el testigo multicolor de las
sombrillas. Hasta que finalmente se extinguen llevándose escaleras arriba junto
con su ruido -quién se lo habría figurado- todo el silencio de la playa, que ahora
empieza a llenarse con las claras voces de la noche.