Un hombre recorre el paseo que bordea los acantilados batidos por el temporal de poniente. Se acerca a la baranda: abajo las olas estallan y ascienden como llamas de lava blanca. El hombre tal vez se sobrecoge y deja escapar una exclamación, o un taco, que expresa mejor que nada lo sublime. Entonces extrae de su bolsillo un dispositivo móvil y procura con cierta desesperación hacerse un selfi: eleva los brazos al cielo una y otra vez, tan alto y tan lejos como puede, en un gesto que parece de reclamación o de súplica a una divinidad ajena a nuestras necesidades más perentorias, como ésta de hacer que las olas coreen nuestro nombre aquí y ahora.
Y es que, por más que les pese a los defensores de la lengua patria, un selfi no es ni será nunca un autorretrato. Porque en el selfi no hay intención ni afán de permanencia, sino pura pulsión de lo presente, la necesidad íntima de aparecer: aparecerse. El selfi es tal vez la foto más honesta, la que muestra a las claras que lo que más nos importa, por delante de la salvaje belleza del océano o de las pirámides de Egipto, es mi yo, o nuestros yos, pues el selfi puede ser onanístico u orgiástico sin que cambie la razón de su existencia: proclamar lo temporal contra todo temporal.
El hombre baja los brazos, se tienta las carnes a través de la pantalla, se palpa, se tranquiliza. Sigue su paseo, satisfecho: su rostro ya se expande y estalla en múltiples terminales a través del mar de las conciencias, antes de desaparecer bajo la imparable oleada de otros selfis.
Y es que, por más que les pese a los defensores de la lengua patria, un selfi no es ni será nunca un autorretrato. Porque en el selfi no hay intención ni afán de permanencia, sino pura pulsión de lo presente, la necesidad íntima de aparecer: aparecerse. El selfi es tal vez la foto más honesta, la que muestra a las claras que lo que más nos importa, por delante de la salvaje belleza del océano o de las pirámides de Egipto, es mi yo, o nuestros yos, pues el selfi puede ser onanístico u orgiástico sin que cambie la razón de su existencia: proclamar lo temporal contra todo temporal.
El hombre baja los brazos, se tienta las carnes a través de la pantalla, se palpa, se tranquiliza. Sigue su paseo, satisfecho: su rostro ya se expande y estalla en múltiples terminales a través del mar de las conciencias, antes de desaparecer bajo la imparable oleada de otros selfis.