Pudo haberse debido a un deja vu que le enfrentó a la eterna repetición del tiempo y sus trabajos, o a un desfallecimiento momentáneo por haber dormido mal y comido a salto de mata, o al hecho accidental de haberse llenado la memoria. El caso es que llegado a cierto punto el fotógrafo consideró que ya había hecho suficientes fotos. Y no solo por aquel día sino también para el resto de su vida.
Porque lo cierto es que, teniendo en cuenta los miles y miles de imágenes que guardaba en sus cajas, álbumes, archivadores, deuvedés y discos duros, probablemente ya no le alcanzaran los años para revisar, ordenar, clasificar, procesar y positivar aquel ingente material en el que, de mejor o peor manera, ya estaba todo dicho.
Además, bien pensado, la decisión de no tomar más fotografías no dejaba de ser también un acto de afirmación artística: la voluntad de negar la foto implicaba una rebeldía frente al automatismo, la proliferación sin tasa y la devaluación masiva del arte contemporáneo.
Y todo ello sin olvidar que la abstinencia le permitiría contemplar el mundo con ojos nuevos y desinteresados: del mismo modo que el exfumador recupera el sabor y el aroma de sus platos más queridos, quién sabe si no descubriría él también nuevas facetas suyas y se atrevería a experimentar con otras formas de plasmar e interpretar la realidad.
Se convertiría en historiador de sí mismo, exégeta de su propia obra, cuyos significados permanecían ocultos bajo el aluvión informe de los años: convertiría sus sucesivas preferencias temáticas y formales en etapas, y sus caprichos en hitos. Era sin duda el momento de las retrospectivas.
Este trabajo desbordante sería el mejor antídoto contra la tentación de volver a tomar fotos. Ya se veía retratado por algún compañero de profesión, absorto entre sus archivos y pruebas de impresión como un orfebre entregado en cuerpo y alma a su tarea, en la penumbra del taller donde una lámpara iluminaría con precisión sus manos en el centro de la imagen sosteniendo unos viejos negativos, mientras una pantalla reflectora permitiría adivinar al fondo la amorosa textura del polvo sobre una cámara presta a gozar ya del prestigio irrebatible del pasado.
Porque lo cierto es que, teniendo en cuenta los miles y miles de imágenes que guardaba en sus cajas, álbumes, archivadores, deuvedés y discos duros, probablemente ya no le alcanzaran los años para revisar, ordenar, clasificar, procesar y positivar aquel ingente material en el que, de mejor o peor manera, ya estaba todo dicho.
Además, bien pensado, la decisión de no tomar más fotografías no dejaba de ser también un acto de afirmación artística: la voluntad de negar la foto implicaba una rebeldía frente al automatismo, la proliferación sin tasa y la devaluación masiva del arte contemporáneo.
Y todo ello sin olvidar que la abstinencia le permitiría contemplar el mundo con ojos nuevos y desinteresados: del mismo modo que el exfumador recupera el sabor y el aroma de sus platos más queridos, quién sabe si no descubriría él también nuevas facetas suyas y se atrevería a experimentar con otras formas de plasmar e interpretar la realidad.
Se convertiría en historiador de sí mismo, exégeta de su propia obra, cuyos significados permanecían ocultos bajo el aluvión informe de los años: convertiría sus sucesivas preferencias temáticas y formales en etapas, y sus caprichos en hitos. Era sin duda el momento de las retrospectivas.
Este trabajo desbordante sería el mejor antídoto contra la tentación de volver a tomar fotos. Ya se veía retratado por algún compañero de profesión, absorto entre sus archivos y pruebas de impresión como un orfebre entregado en cuerpo y alma a su tarea, en la penumbra del taller donde una lámpara iluminaría con precisión sus manos en el centro de la imagen sosteniendo unos viejos negativos, mientras una pantalla reflectora permitiría adivinar al fondo la amorosa textura del polvo sobre una cámara presta a gozar ya del prestigio irrebatible del pasado.