lunes, 30 de diciembre de 2019

1 de enero



   Llega un día en que uno descubre que su máxima aspiración es la ausencia de toda novedad, la calma repetición de lo vivido. Podría pensarse que es un acto de rendición o, sin llegar a tanto, la aceptación de una vida cumplida, preámbulo de la vejez y su conclusión inevitable. En el mejor de los casos diríamos que es un síntoma de madurez. Juicios erróneos todos ellos, puesto que no hay ilusión mayor ni utopía más loca que la de una vida predecible, de acogedoras rutinas, sin caras nuevas, sin noticias que no sean las de ayer punto por punto. Yo quisiera más de lo mismo siempre, pero sé que lo inesperado vendrá a mi encuentro allí donde menos lo habría imaginado. Quisiera no ir más allá del uno de enero, con su hartazgo, su resaca y su luz indiferente, me bastaría esa nada dichosa de comercios cerrados, de reposiciones de la víspera, de sobras. Con el uno de enero tendría para el resto del año. Y no necesitaría hacer ni una foto más. Qué plenitud indescriptible.



Saludos y salud para todos. Besos y abrazos también, sin tasa.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Alféizares y parapetos




   Alguien que sabe de esto me dijo hace tiempo que cuando escribo construyo castillos de palabras. Cuántas veces he pensado en aquel certero diagnóstico. Porque eso es exactamente lo que hacía entonces y sigo haciendo ahora: cojo la paleta, un poco de cemento y voy colocando un ladrillo al lado de otro hasta completar la primera fila. Y después empiezo con la siguiente. Y luego otra más. Cuando la pared alcanza mi altura doy un paso atrás, me aseguro de que se sostiene por si sola y ya solo me queda rematar aquí y allá. Ver el muro terminado, tan sólido y esbelto, me sorprende y regocija a un tiempo. Pero el paisaje se ha quedado fuera. Siempre se queda fuera. En realidad lo que yo quisiera es abrir ventanas. Menos parapetos, más alféizares. Esa sería la consigna. Quién sabe, a lo mejor ha llegado el momento de decir a las manos que cojan el mazo de una vez y se dejen de cemento.

martes, 10 de diciembre de 2019

Maquillaje




   Aprovechando las últimas candilejas de la tarde, con la mano temblona pero voluntariosa, sujeta el perfilador entre el índice y el pulgar y repasa primero la amplia curva de las cejas, luego delinea la mirada hacia las sienes, con el pincel acomoda sobre los párpados la sombra y finalmente aplica el rímel que cae como una helada negra sobre las últimas pestañas que resisten al otoño. Ajena a los estragos, a las especulaciones, a los proyectos sucesivos y a sus sucesivos abandonos, abre y cierra los ojos con pesadez de membrana, evalúa el efecto un tanto teatral sobre su pálida piel coloreada, y ahora sí, sola y dignísima, aguarda la visita de los gatos, el paso apresurado de los runners y la ronda infinita del vigilante sobre la antigua ciudad de vacaciones, encargado de preservar el lento desmoronarse de un escenario donde, trece años después de su cierre provisional, los actores siguen repasando los papeles a la espera del reestreno de una obra que hace tiempo se cayó de todos los carteles. El productor financia ahora otro tipo de espectáculos.



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