jueves, 20 de febrero de 2020

Incrustada II



   Naufragio inverso: un contratiempo mecánico nos obliga a modificar nuestros planes y nos devuelve al mar del que partimos. Esta tarde habremos de conformarnos pues con el grito azul de los acantilados y el trabajoso caminar entre las dunas.

    Nos recibe un viento terral e inmisericorde y una nube vertical como un cuña en mitad de un lienzo: tiene un aire de ídolo tosco, antinatural, y estamos casi convencidos de que oculta una nave alienígena. Cada diez pasos miramos de reojo, por si acaso. 

  Contra todo pronóstico el viento no la desbarata. La nube permanece firme en su voluntad de ser lo que quiera que sea eso que parece y no parece una nube. Lo prodigioso se afianza.  También en nosotros, que vamos claudicando y tratamos de pensar en otras cosas, y comentamos, por ejemplo, sobre plantas y cascajos de la zona como si eso nos importara algo. 

   Mientras tanto la nube experimenta una maduración voluptuosa: la luz cada vez más horizontal la dota de volúmenes nuevos, atrevidos incluso. Esta tarde es su adolescencia. 

   Cuando un escalofrío recorre nuestra espina dorsal lo interpretamos como una señal para el regreso. Descendemos hacia las dunas entre uña de gato y cola de ratón, y caminamos en dirección a la nube que ahora parece reconcentrarse para iniciar un giro sobre si misma. 

   Escrutamos con desgana los despojos de los últimos temporales: nuestra civilización nos ha degradado a la triste condición de arqueólogos del plástico. 

    A medida que nos acercamos a la nube ésta se vuelve más y más imperativa. Se ha hinchado tanto que hasta el mar reprime sus impulsos, se encoge de hombros, se mete en sí mismo. La noche cae sin ruido. Los límites se desvanecen. Seguimos esperando a los extraterrestres.


miércoles, 12 de febrero de 2020

Incrustada



   Subexpuesta, ligeramente desenfocada. El fotógrafo no es consciente de haber tomado esa foto. Bosque caducifolio, invierno, tal vez cerca de un río. Ni siquiera recuerda haberse aventurado aquel día más allá de los pasillos del supermercado. Un viento feroz parece inferirse de la forzada curvatura de los troncos. En esa fecha, comprueba, solo soplaron ligeras brisas del norte. Se adivina tras la celosía leñosa el perfil de un monte. Sin embargo, para el que no las frecuenta, todas las montañas se parecen como se parecen entre si los rostros de una raza diferente a la nuestra. Las imágenes anteriores y posteriores carecen de cualquier relación con ella, incrustada como una gema o como una bala.

    Ahora el resto de fotografías de ese mes, de ese año, le importan poco. Esta es la única que salva. Cree encontrar en ella alguna clase de fuerza primigenia. O tal vez algo del impulso libre y creador que se imagina haber tenido en el pasado. También percibe en esta toma la perentoriedad de lo que clama: en su intrincada trama ¿no contendrá una prueba? ¿una pista? ¿Conduce a un crimen olvidado? ¿O el crimen es el olvido mismo? 

    Decide, no podía ser de otro modo, salir en busca de la concreta localización de esta fotografía. No sabe por dónde empezar, cualquier camino, cualquier dirección puede conducirlo a su objetivo o a un extravío definitivo. La imprime para poder mostrarla a los últimos habitantes de las últimas aldeas antes de que unos y otras desaparezcan. Alguien sabrá darle razón de su desmemoria. No se ha preguntado qué hará cuando encuentre el enigmático emplazamiento. Sabe que todo pasado es mítico y todo lugar un pasadizo.



miércoles, 5 de febrero de 2020

Electrones



   Están muy cerca. Si estiro un poco el cuello desde el balcón de mi casa puedo verlos. No siempre vienen. Todo depende, supongo, de variantes sumamente estrictas que por supuesto desconozco. Pero sé que tienen querencia por los últimos rayos de esos soles bajos que en las tardes de invierno caldean apenas las ramas de acero de su árbol eléctrico. El caso es que, cuando se cumplen ciertas condiciones, se dejan dibujar por la mano de un niño que los distribuye obsesivamente hasta rellenar todo el espacio disponible. Qué alta tensión la de esos cables cuando sus chillidos nerviosos se imponen al débil siseo del tendido. Entonces, como elementos inestables que son, empiezan a desprenderse negros electrones, uno, dos, cinco, hasta que el sistema alcanza un punto de desequilibrio tal que la desbandada se torna inevitable. Con toda mi fe puesta en el próximo minuto espero su regreso. Y acuden a renglón seguido, tras un par de circunloquios, para repetir su traviesa caligrafía. Observo, sin embargo, que van perdiendo integrantes, como si volvieran del frente y solo regresaran los más valientes, o los más cobardes, o los más tozudos o los que tuvieron más suerte. Así una vez y otra hasta que alzan un vuelo que solo sabré que era el último cuando empiece a sentir en el rostro la mano de la noche y de nuevo advierta el incesante trajín del ir y venir de los coches por la calle, cuyo sentido me resulta más insondable aún que el de los estorninos.


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