
Atravieso, con gesto involuntariamente clandestino, esa geografía un tanto desolada de los extrarradios, con sus naves industriales, hoteles, edificios administrativos, estaciones de tren y aparcamientos semivacíos: este paisaje diseñado con volumetrías monumentales que en vano tratan de ocultar un dudoso pasado de solares recalificados. Se me ocurre que son lugares buenos para concertar puntos de entrega de mercancías ilegales o de información comprometedora. También para escuchar el sonido de los propios pasos.
Contra toda probabilidad me encuentro de pronto, como caído del cielo, un fotomatón, algo que resulta casi tan raro ya como encontrarse una cabina telefónica y tan desubicado como una máquina del tiempo abandonada por unos viajeros que hubieran decidido no regresar. Me pregunto si quedará todavía alguna pareja que quiera imprimir sus besos en el tamaño de bolsillo de una foto de carnet. ¿Saben acaso las adolescentes que su eterna amistad solo sobrevivirá en esa secuencia alocada de muecas y carantoñas que el papel satinado preservará cual papiro destinado al arqueólogo que un día seremos?
Tiene también el fotomatón, con su pesada cortina de fieltro, cierto aire de confesionario: ante el ojo implacable que hay en su interior cada uno es al mismo tiempo confesor y confesante. Siento la tentación de volver sobre mis pasos y entrar en ese reducto del aquí te pillo incrustado en la solemnidad de los grandes espacios arquitectónicos: allí, con la espalda erguida, las manos en las rodillas y los ojos bien abiertos, me absolveré de todos los pecados que aún no he cometido y será la ristra de mis rostros repetidos el rosario con el que rezar, cual penitencia, los Misterios, a un tiempo dolorosos y gozosos, de la identidad.