Desde niño soy corto de vista. Mal que bien, pasé por el estigma de las gafas, un torpe injerto de lentillas y la ansiada cirugía milagrosa. Pero, para qué engañarme, sigo siendo corto de vista.
Con los años he terminado por asumir mi condición y he logrado acostumbrarme a un mundo inacabado, sin aristas, y a un cierto grado de inconcreción en todas las cosas.
Condenado a vivir en permanente lejanía, he aprendido a reconocer a mis amigos y vecinos por su forma de caminar, mucho más fiable que los rasgos indefinidos y cambiantes de su rostro.
Cuando cae la luz enmudecen para mí los carteles publicitarios y se funden farolas con semáforos. Sustituyo entonces las certezas por indicios. Y si he de conducir procuro hacerlo por lugares familiares en los que dejo que la memoria del día me guíe por los caminos borrados de la noche.
Fotografío siempre por aproximación y solo cuando veo las fotos en la pantalla de la cámara o del ordenador descubro la multitud de los detalles que convierten al mundo que me rodea en un lugar tan prolijo como inabarcable, pero no más bello.
En el fondo de mí albergo el miedo inconfesado a quedarme ciego algún día. Por eso a veces, como el que anticipa y acepta su destino, cierro los ojos y sigo disparando.
Con los años he terminado por asumir mi condición y he logrado acostumbrarme a un mundo inacabado, sin aristas, y a un cierto grado de inconcreción en todas las cosas.
Condenado a vivir en permanente lejanía, he aprendido a reconocer a mis amigos y vecinos por su forma de caminar, mucho más fiable que los rasgos indefinidos y cambiantes de su rostro.
Cuando cae la luz enmudecen para mí los carteles publicitarios y se funden farolas con semáforos. Sustituyo entonces las certezas por indicios. Y si he de conducir procuro hacerlo por lugares familiares en los que dejo que la memoria del día me guíe por los caminos borrados de la noche.
Fotografío siempre por aproximación y solo cuando veo las fotos en la pantalla de la cámara o del ordenador descubro la multitud de los detalles que convierten al mundo que me rodea en un lugar tan prolijo como inabarcable, pero no más bello.
En el fondo de mí albergo el miedo inconfesado a quedarme ciego algún día. Por eso a veces, como el que anticipa y acepta su destino, cierro los ojos y sigo disparando.