miércoles, 31 de julio de 2019

La fisura



   Y vio Dios cuanto había hecho y no estaba tan mal para ser la primera vez, es más, estaba muy bien, así que dio por concluida su labor y bendijo Dios el séptimo día y lo santificó. 

   Al no tener nada mejor que hacer, dedicó Dios este día a contemplar su obra en toda su extensión y magnificencia, hasta que halló un pequeño descosido en una de las costuras que permitía vislumbrar al otro lado lo confuso, lo innombrado. 

   Y ya no hizo Dios otra cosa que observar aquella fisura por la que lentamente se iba vertiendo el desorden en el interior del mundo recién creado. Y entonces vio Dios que también aquello estaba bien y lo bendijo. Después creó el fútbol y se le pasó en un pispás el resto del domingo.


domingo, 21 de julio de 2019

Luna roja



   En cierto lugar del Egeo hay una isla de mármol. Las láminas de sus acantilados se confunden con la espuma de las olas y el fulgor lechoso que despide hace que el navegante la tome en ocasiones por una inconcreción de la calima. Baldosas de sutiles vetas rosadas y azules pavimentan las calles de sus aldeas. En el interior de sus capillas los exvotos resplandecen bajo la luz que atraviesa las tejas traslúcidas. Con el mármol más puro se tallan los altares y los cálices: el vino tiene allí un sabor mineral y dicen que aclara la voz y las ideas. 

   No resulta fácil encontrarse con alguno de sus discretos habitantes. En cambio, las más exquisitas estatuas se nos aparecen en cada esquina como si acabaran de salir del cincel de un artista incansable. Con los ojos en blanco algunas parecen alegrarse de vernos. Otras por el contrario se dirían ciegas a causa de tanta luz multiplicada y esbozan un tímido gesto de súplica. Sorprende la ausencia de lápidas en los cementerios: apenas unas pobres cruces de madera de ciprés que han de importar de islas vecinas. 

   Después de ponerse el sol, el mármol pierde el calor con rapidez: arropados bajo el níveo frescor que se apodera de la isla, sus habitantes duermen como niños. Ya nadie queda en vela cuando aparece la luna roja sobre el horizonte, roca tosca que acoge en sí todo el dolor, todos los llantos, todos los odios, todas las culpas.


domingo, 14 de julio de 2019

El oráculo



   Según la leyenda y los designios de Zeus, en Delfos se encontraba el ombligo del mundo. Este eslogan tuvo un éxito inmediato y durante siglos acudieron los griegos de toda condición en busca de remedio a sus precarias vidas o de respuesta a sus no menos precarias ambiciones. Hoy, como sísifos incansables, los guías turísticos levantan el santuario de entre sus ruinas para los grupos de visitantes que renacen y se recomponen una y otra vez. La peregrinación cambia de signo, pero no se detiene nunca.

  Entre el barullo de lenguas, un gato me da la bienvenida a la entrada del recinto. Asciende perezoso el camino sagrado y decido seguirlo. Su recorrido se aleja un tanto del oficial pues tan pronto husmea en torno a unas columnas como busca la sombra del laurel junto al estadio o se encarama en una partitura de piedra mientras contempla con los ojos entrecerrados el valle del río Pleistos. Trato de sacarle de su ensimismamiento y le pregunto por las dos conocidas máximas labradas en el pórtico del templo de Apolo: “de nada en exceso” y “conócete a ti mismo”.

- Otra broma de los griegos –me dice sin mover siquiera los bigotes- Todo el mundo cree que se trata de una invitación a la templanza, al equilibrio necesario para alcanzar la sabiduría.
- ¿Y no lo es?
- Más bien todo lo contrario. En realidad, para cumplir con el primero de los axiomas es necesario desobedecerlo y solo entonces podemos aproximarnos al segundo.
- ¿Ah, sí? Tendrás que explicarte.
- Es claro –afirma después de pasarse la lengua por las uñas- Si en nada debemos excedernos, también en el uso de la mesura tendremos que ser prudentes y por tanto habremos de permitirnos ciertos excesos si no queremos llevar ese principio de moderación a un extremo pernicioso.
- Eso me suena a sofisma, querido amigo.
- En absoluto ¿Cómo podríamos conocernos a nosotros mismos si ignoramos cuáles son nuestros propios límites? ¿Acaso un viajero puede decir que conoce verdaderamente un país sin haber alcanzado sus últimas fronteras? 

  Sin previo aviso bosteza, arquea el lomo y echa de nuevo a andar con la cola levantada, mientras prosigue entre los mármoles su breve digresión:

- El problema reside en que las fronteras de ese extraño territorio que es uno mismo y por extensión todos nosotros, se desplazan constantemente a medida que se recorre y a causa de recorrerlo. Y así no hay manera de fijar un punto medio.
- Entonces ¿los dos principios son una pura falacia? –le replico algo irritado.
- Yo no diría tanto… -contesta mientras se aleja entre las jaras floridas y los cipreses. 

  Al salir me encuentro de nuevo al felino: yace cual esfinge en mitad de la corriente incesante de turistas, dueño de sí, con una parte de valor y otra de templanza, estoico y epicúreo a un tiempo. Algo me dice que ha estado tomándome el pelo. Creo que él conoce la ubicación exacta del centro del mundo.

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