Según la leyenda y los designios de Zeus, en Delfos se encontraba el ombligo del mundo. Este eslogan tuvo un éxito inmediato y durante siglos acudieron los griegos de toda condición en busca de remedio a sus precarias vidas o de respuesta a sus no menos precarias ambiciones. Hoy, como sísifos incansables, los guías turísticos levantan el santuario de entre sus ruinas para los grupos de visitantes que renacen y se recomponen una y otra vez. La peregrinación cambia de signo, pero no se detiene nunca.
Entre el barullo de lenguas, un gato me da la bienvenida a la entrada del recinto. Asciende perezoso el camino sagrado y decido seguirlo. Su recorrido se aleja un tanto del oficial pues tan pronto husmea en torno a unas columnas como busca la sombra del laurel junto al estadio o se encarama en una partitura de piedra mientras contempla con los ojos entrecerrados el valle del río Pleistos. Trato de sacarle de su ensimismamiento y le pregunto por las dos conocidas máximas labradas en el pórtico del templo de Apolo: “de nada en exceso” y “conócete a ti mismo”.
- Otra broma de los griegos –me dice sin mover siquiera los bigotes- Todo el mundo cree que se trata de una invitación a la templanza, al equilibrio necesario para alcanzar la sabiduría.
- ¿Y no lo es?
- Más bien todo lo contrario. En realidad, para cumplir con el primero de los axiomas es necesario desobedecerlo y solo entonces podemos aproximarnos al segundo.
- ¿Ah, sí? Tendrás que explicarte.
- Es claro –afirma después de pasarse la lengua por las uñas- Si en nada debemos excedernos, también en el uso de la mesura tendremos que ser prudentes y por tanto habremos de permitirnos ciertos excesos si no queremos llevar ese principio de moderación a un extremo pernicioso.
- Eso me suena a sofisma, querido amigo.
- En absoluto ¿Cómo podríamos conocernos a nosotros mismos si ignoramos cuáles son nuestros propios límites? ¿Acaso un viajero puede decir que conoce verdaderamente un país sin haber alcanzado sus últimas fronteras?
Sin previo aviso bosteza, arquea el lomo y echa de nuevo a andar con la cola levantada, mientras prosigue entre los mármoles su breve digresión:
- El problema reside en que las fronteras de ese extraño territorio que es uno mismo y por extensión todos nosotros, se desplazan constantemente a medida que se recorre y a causa de recorrerlo. Y así no hay manera de fijar un punto medio.
- Entonces ¿los dos principios son una pura falacia? –le replico algo irritado.
- Yo no diría tanto… -contesta mientras se aleja entre las jaras floridas y los cipreses.
Al salir me encuentro de nuevo al felino: yace cual esfinge en mitad de la corriente incesante de turistas, dueño de sí, con una parte de valor y otra de templanza, estoico y epicúreo a un tiempo. Algo me dice que ha estado tomándome el pelo. Creo que él conoce la ubicación exacta del centro del mundo.
Entre el barullo de lenguas, un gato me da la bienvenida a la entrada del recinto. Asciende perezoso el camino sagrado y decido seguirlo. Su recorrido se aleja un tanto del oficial pues tan pronto husmea en torno a unas columnas como busca la sombra del laurel junto al estadio o se encarama en una partitura de piedra mientras contempla con los ojos entrecerrados el valle del río Pleistos. Trato de sacarle de su ensimismamiento y le pregunto por las dos conocidas máximas labradas en el pórtico del templo de Apolo: “de nada en exceso” y “conócete a ti mismo”.
- Otra broma de los griegos –me dice sin mover siquiera los bigotes- Todo el mundo cree que se trata de una invitación a la templanza, al equilibrio necesario para alcanzar la sabiduría.
- ¿Y no lo es?
- Más bien todo lo contrario. En realidad, para cumplir con el primero de los axiomas es necesario desobedecerlo y solo entonces podemos aproximarnos al segundo.
- ¿Ah, sí? Tendrás que explicarte.
- Es claro –afirma después de pasarse la lengua por las uñas- Si en nada debemos excedernos, también en el uso de la mesura tendremos que ser prudentes y por tanto habremos de permitirnos ciertos excesos si no queremos llevar ese principio de moderación a un extremo pernicioso.
- Eso me suena a sofisma, querido amigo.
- En absoluto ¿Cómo podríamos conocernos a nosotros mismos si ignoramos cuáles son nuestros propios límites? ¿Acaso un viajero puede decir que conoce verdaderamente un país sin haber alcanzado sus últimas fronteras?
Sin previo aviso bosteza, arquea el lomo y echa de nuevo a andar con la cola levantada, mientras prosigue entre los mármoles su breve digresión:
- El problema reside en que las fronteras de ese extraño territorio que es uno mismo y por extensión todos nosotros, se desplazan constantemente a medida que se recorre y a causa de recorrerlo. Y así no hay manera de fijar un punto medio.
- Entonces ¿los dos principios son una pura falacia? –le replico algo irritado.
- Yo no diría tanto… -contesta mientras se aleja entre las jaras floridas y los cipreses.
Al salir me encuentro de nuevo al felino: yace cual esfinge en mitad de la corriente incesante de turistas, dueño de sí, con una parte de valor y otra de templanza, estoico y epicúreo a un tiempo. Algo me dice que ha estado tomándome el pelo. Creo que él conoce la ubicación exacta del centro del mundo.
Excelente el texto XuanRata. Toda una propuesta para el sosiego y la reflexión profunda. La cosa no es moco de pavo y una vez puestos en esta tesitura habrá que darle vueltas al tema.
ResponderEliminarEl felino parece descansar en el suelo, pero seguro que en su mente está esperando al siguiente turista interesado para hacerle de guía y ponerle la cabeza en marcha.
Un abrazo
La reflexión, creo yo, es más profunda cuanto más ligera, es decir, nos hace caer y salir a flote con el mismo impulso. Los griegos eran expertos en el arte del epigrama. El gato es, a su modo, un epigrama que trae cola.
EliminarUn abrazo
Buena reflexión y buen punto de vista.
ResponderEliminarSolo traté de ponerme a su altura.
EliminarLos gatos tienen la suerte de tener siete vidas para atreverse a exceder los límites con ciertas garantías. ¡Quién fuera gato!
ResponderEliminarMuy, muy bueno el texto. La foto también me hace desear ser gato.
Besos
Pero ni siquiera en la séptima deja el gato de jugársela.
EliminarUna reflexión gatuna que bien se puede aplicar a la raza humana 😉 besos
ResponderEliminarSeguramente. En cambio, las reflexiones de los humanos dudo mucho que pudieran serles a los gatos de alguna utilidad.
EliminarViendo al gato en ese escenario y con esa actitud, desde luego puedo imaginármelo lanzando sofismas y sentencias filosóficas de lo más interesantes.
ResponderEliminarUn abrazo, Xuan.
Una pena que el público esté más pendiente de otros detalles, pero la suerte del gato es que no necesita público...salvo para ser alimentado sin tener que trabajar en exceso (ahí se aplica también la máxima de Delfos).
EliminarUn abrazo
En el fondo, los gatos esperan la oportunidad de devorarnos. No te fíes.
ResponderEliminarDe un gato nunca te puedes fiar al cien por cien: por eso nos atraen, porque con ellos nunca está todo dicho.
EliminarYo creo que este gato encarna el espíritu del oráculo, te dice todo y no te dice nada, jjja. Desde luego la foto demuestra que está más que acostumbrado a la gente, que seguridad y tranquilidad y que pericia la tuya para captarlo.
ResponderEliminarSi el oráculo encarnó el arte no de la adivinación sino de la ambigüedad calculada, nada mejor que un gato para portar su espíritu.
EliminarQue bien pillada, me encanta y como siempre una buena introducción.
ResponderEliminarUn saludo
Puede que la introducción haya sido un tanto larga pero ese gato tenía todo el tiempo del mundo.
EliminarMe parece increíble!!! COmo puede estar un gato tranquilo en medio de tanta pierna, es imposible, je, je, con lo ariscos que suelen ser. Me parece asombroso que hayas podido captar un momento así. No había visto nada parecido. Y me transmite paz, ese gato es inmune al ajetreo y a las prisas del ser humano, quien pudiese tomar esa misma actitud!!!.
ResponderEliminarYo me sigo sorprendiendo cada vez que veo la foto. Con esos ojos semicerrados hay algo profundamente zen en ese gato. Yo me sentí de un modo parecido en algunos momentos de mi viaje a Grecia, en la Acrópolis por ejemplo, después de pasar por la sensación contraria y comprender que todo lo que sucede a tu alrededor en cada instante es igual de importante que el Partenón.
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