martes, 23 de febrero de 2016

Paisaje sin aristas



    Heladas débiles, cielos despejados. La nieve bajo las botas es una espuma crujiente, tan débil que ni siquiera al pisar sobre otras huellas se encuentra alguna resistencia. Sin embargo,  todo el grupo sigue el rastro reciente de un desconocido, como si hubiera un escrúpulo, una piedad, una pereza o una cobardía que impidiera hollar la nieve intacta, abrir caminos nuevos.

   El que va delante se detiene y los demás lo agradecen en secreto. Con la boca entreabierta recuperan poco a poco las pulsaciones. Uno de ellos dice: curioso cómo la nieve invita al silencio. Todos levantan entonces la vista y contemplan, buscando una confirmación o un desmentido. Pero la página está en blanco. Los pensamientos resbalan en un mundo sin aristas. Y no hay modo de saber si la nieve los ha vuelto más sabios o los ha devuelto a un estado anterior a la experiencia.

   Se ponen en marcha de nuevo.  No es una decisión que alguien tome, como tampoco lo fue la de pararse. Vuelven a introducirse en la mecánica del paso, en la consciencia del músculo y la articulación, en la inercia tenaz del avance. Al cruzar un soto, las sombras azules de los árboles atraviesan la senda con una percusión muda. Cuando llegan a la braña, la pendiente construye blandos escalones. Y cuanto más suben, más se hunden.

   Así llega un momento en que la nieve lo cubre todo, también los paisajes interiores. Y su belleza inexplicable ya no deja siquiera espacio a las fotografías.


sábado, 13 de febrero de 2016

Ondas gravitacionales



    La poesía, la filosofía y hasta una porción de mística se hicieron ayer un hueco pequeñito en las portadas de todos los periódicos. Lo hicieron, eso sí, con la ayuda y complicidad de la ciencia, que es la que ahora lleva en el grupo la voz cantante: en las cabeceras de los informativos se anunció con alborozo la buena nueva de la detección de las ondas gravitacionales. 

   Dicen que estas ondas son el sonido del universo, la sinfonía de las estrellas, aunque probablemente se parezcan más al chirrido de la tiza sobre una pizarra oscura y vacía. 

   Hace 2.500 años ya los pitagóricos hablaron de la música de las esferas.  Hoy todo el mundo celebra el cumplimiento de la profecía de Einstein pero no he encontrado a nadie que haya felicitado a los soñadores griegos, pese a que no hay hipótesis sin intuición que la preceda. 

  Dicen que con esta música podremos ver lo invisible. Y esto ha terminado de convencerme del todo pues ese es justamente el poder de la música: hacernos sentir aquello que escapa a los sentidos. 

   Dicen que con esta música podremos reconstruir el tiempo, casi, casi desde el principio. Porque en el fondo es poesía le perdonamos a la ciencia esta desliz hacia el más puro romanticismo. 

   Pronto vendrá alguien, seguro, a preguntar por el autor de la partitura, para aplaudirle o para pedirle explicaciones, tanto da. Son los que nunca han asistido a la armonía improvisada de una jam session. 

   Un último detalle para la reflexión: solo somos capaces de entender la ciencia, y aún de pensarla, mediante el uso de metáforas. Y todavía hay quien niega la utilidad de las humanidades.


viernes, 5 de febrero de 2016

El mirador




    De todas las extrañas construcciones que el viajero fue descubriendo a lo largo y ancho del país, la que le dejó más perplejo fue una curiosa plataforma pensada y diseñada para practicar el ejercicio de mirar. No es que desde allí se alcanzara a ver algo diferente de lo que pudiera observarse desde cualquier otro punto de la abrupta costa. Sencillamente  la gente llegaba a aquella especie de altar, a veces desde muy lejos, se detenía y miraba. Algunos, los más hábiles o los más avezados, en ocasiones llegaban a ver algo. Pero la mayoría agotaba sus fuerzas sin haber encontrado tan siquiera un punto de vista propio. Por respeto, por temor o por discreción nadie hablaba de lo que veía o dejaba de ver. Eso sí, antes de irse por donde habían venido era usual hacerse una fotografía de grupo. Fuera de los miradores estaba mal visto el acto de mirar y eran pocos los que se aventuraban a hacerlo. Tan solo se toleraba este hábito entre los extranjeros, más que nada como un gesto de hospitalidad, y siempre que la mirada no se fijara más tiempo del necesario pues eso les ponía bastante nerviosos.


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