Hay lugares a los que uno viaja con el propósito anticipado del regreso. Tengo que volver, nos decimos mientras aún estamos allí
y ya ese estar es más bien un haber estado. A veces la voluntad de retorno
obedece a hechos puramente circunstanciales: la premura de la visita, el mal
tiempo que se empeñó en acompañarnos, el deseo ingenuo de repetir una
experiencia feliz. Pero también puede estar ligada a la propia esencia del
lugar. Por ejemplo, un país como Portugal que parece estar hecho de
reminiscencias es una invitación constante a la renovación de la nostalgia. Y
hay ciudades como París, tan inabarcables que no queda otro remedio que seguir
volviendo una y otra vez con la intención condenada al fracaso de agotarlas. Es
sobre todo por esto que siempre nos quedará París. Hoy vuelvo a
ella convertido en arqueólogo de mis propios archivos. Del primer estrato, el
más superficial, no sé si el de más brillo, extraje hace algún tiempo una serie
que llamé “Postales de París”. En el nivel -2 de las excavaciones encuentro
ahora otra ciudad que sin dejar de ser única podría estar en cualquier sitio.
Es la ciudad que me habita allí donde vaya y para transitar por sus calles no
necesito ni guía ni plano ni gps.