miércoles, 27 de marzo de 2013

Hablar del tiempo

                                                                                                                                                             Corias, Belmonte - Asturias


Durante años pensé que hablar del tiempo era un relleno vergonzante del silencio, la antonomasia del hablar por hablar y en cualquier caso algo muy poco intelectual. Sin embargo, ahora reconozco que nada menos banal que hablar del tiempo, lugar común en el que encontramos el espacio compartido de nuestras pequeñas esperanzas o de nuestro hartazgo, la ocasión para declarar nuestro diferente modo de encarar las inclemencias, la posibilidad de sorprendernos ante lo que eternamente retorna. Porque no hace falta saber de isobaras ni de presiones atmosféricas, porque todos somos parientes de las nubes aunque no conozcamos sus nombres. 
De qué puede hablar si no esa mujer que se asoma cuando el fotógrafo se detiene sin razón aparente delante de su puerta, cómo ignorar la estación pasada que se alarga o ésta que no acaba de comenzar y que con tanta humedad no hay modo de sembrar las patatas en su tiempo que es ahora, aunque tampoco hacen falta ya tantas patatas como antes, que los hijos viven fuera y para cuatro días que vienen en el año casi mejor comprarlas en el supermercado y eso que no hay patatas como éstas ni tierra que se le iguale pero hace falta un poco de calor y que se vayan secando los caminos para cuando vengan los nietos algún fin de semana. 
Salir al camino igual que yo mismo me asomo a esta ventana por delante de la cual estás pasando en este mismo instante, para hablar del tiempo, de qué si no, de nuestro tiempo.

                                                                                      Pillarno, Castrillón - Asturias

sábado, 23 de marzo de 2013

Primavera en el norte



De las muchas suposiciones erróneas en las que se sustentan nuestra vida y costumbres, una de las más absurdas es aquella según la cual todos los años, entre el veinte y el veintiuno de marzo ha de comparecer la primavera, otorgando al calendario poco menos que la fuerza coercitiva de un exhorto judicial. Yo no sé cómo será en otros lugares, pero aquí en el norte, así como el verano es una cuestión de fe, la primavera es principalmente un acto de rebeldía y el invierno no termina hasta que no adoptamos la firme decisión de abolir de una vez por todas ese insidioso mandamiento del paraguas y desafiamos al cielo a cabeza descubierta, porque esta es la estación de los herejes o no será la primavera.

martes, 19 de marzo de 2013

Amanecer en poniente



No es frecuente, desde luego, pero tampoco es un fenómeno tan raro. Un día llega y resulta que amanece por poniente. No quiero decir que el sol comience a salir por el oeste, no es eso, tan solo sucede que allí donde aún debiera estar la noche resplandecen las nubes con una intensa luz de cobre, mientras el sol permanece oculto todavía por el este, igual que si sus rayos, en lugar de viajar en línea recta, se transmitieran por vasodilatación hasta el horizonte opuesto para concentrarse allí con un temblor apenas perceptible. Pienso en aquella potencia desigual que tenían las bombillas cuanto estaban a punto de fundirse, pero no es exacto.
Vosotros lo comprenderéis: cuando amanece por poniente uno no puede bajar del tren, salir de la estación y dirigirse a la oficina como si tal cosa. Lo lógico es cambiar de dirección y dejarse bañar por esa especie de zumo de naranja, con la cámara en la mano disparando bajo una inercia alucinada entre gente que pasea ¿más despacio que otros días?, gente que corre ¿más deprisa?, perros recortados de sombras y un hombre joven que se acerca y me pide con acento magrebí el favor de hacerle una foto con su móvil: para mi sorpresa mientras me lo tiende no se coloca delante de ese fondo febrilmente iluminado, sino que elige la línea del mar a sus espaldas, mar al norte, ajeno por completo al espectáculo del alba, con su perfil frío todavía y el trazo grueso del espigón junto a la silueta de algunos edificios. Estoy a punto de preguntarle si no preferiría tal vez un cambio de escenario, moverse a su derecha apenas unos metros, pero no lo hago, su sonrisa aguarda en la pantalla, y mientras la foto se registra comprendo que en realidad el color del amanecer tampoco es para tanto, y el por dónde lo de menos. Hecho el favor, le devuelvo el móvil y nos damos las gracias mutuamente.


                                                                                           Playa de Poniente, Gijón

jueves, 14 de marzo de 2013

Llegar a los postres



Llegar a los postres, sí, pero llegar, se entiende, después 
de haber pasado por un primer plato y un segundo 
convenientemente aderezados y de haber ido vaciando 
con aprecio y con gusto la botella, compartida, claro. 
Llegar y estar llegando todavía -mejor no haber llegado nunca del todo 
a ningún sitio- y tener que aprender, todavía aprender, 
a gestionar cada bocado, a renunciar quizás tan solo a cambio
de seguir renunciando, a postergar precisamente ahora 
que ya vienen retirando los platos y casi todos los cubiertos. 
Llegar a los postres, en fin, y agradecer los detalles
del licor y del café, dulceamargo anuncio
del final de las comidas y la ocasión de brindar 
una oportunidad de volver otra vez 
a los que por una u otra razón 
ya se levantaron de la mesa. 
Llegar a los postres y ser capaz 
de apurar sin prisa, 
nada más.



domingo, 10 de marzo de 2013

Doble vida





Como es bien sabido, todos tenemos un doble en las antípodas. Esto no es solo un hecho cierto sino además necesario: si existe la noche y con ella acude el sueño y yo a su encuentro es porque al otro lado del mundo amanece y él (o ella) se despierta; solo si allí es verano y ella (o él) sale a la calle en manga corta puedo yo aquí ver la lluvia en zapatillas y decidir ponerme una chaqueta.
Y así más o menos el resto de las cosas: cuando yo recuerdo, él proyecta; cuando yo imagino, ella actúa, aunque ignoro en qué medida es capaz de cumplir mis sueños y si yo estoy a la altura de los suyos.
Hasta tal punto nos tomamos en serio a nuestro doble que hay quien que no ríe nunca con tal de no hacerle llorar, y personas que por esa misma razón sólo son felices cuando sufren.
Por lo demás, hay asuntos obvios en los que es mejor no reparar demasiado: por ejemplo, a qué tarea se entrega él (o ella) mientras yo ingiero alimentos. Pero en cambio no puedo evitar que me atraviese un escalofrío cuando pienso qué estaría haciendo ella (o él) en el preciso instante en que yo concebía un hijo.
Huelga decir que nunca podremos conocer a nuestro doble ya que en cuanto partamos en su busca él (o ella) vendrá en la nuestra y entre los dos trazaremos la curvatura completa de la tierra. 



miércoles, 6 de marzo de 2013

Búscame entre los eucaliptos

 (Pincha una imagen para verlas a mayor tamaño)





Uno tiene la disculpable debilidad de regresar a los lugares en los que fue feliz. Aunque se trate apenas de esa felicidad inexplicable que proporciona cierta luz invernal sobre la corteza de unos eucaliptos en la soledad terminal de un domingo por la tarde. Vuelvo un año después a aquella plantación que quise soñar bosque y hoy solo encuentro los muñones asomando entre la tierra con el serrín fresco todavía. Y es que en las plantaciones de eucaliptos la vida y la muerte adoptan dimensiones animales: a un hombre le caben varias cortas de eucaliptos en su vida igual que puede ir teniendo perros o amores sucesivos. Otros árboles en cambio nos superan en edad y solo por esa razón los reverenciamos. Hay también eucaliptos centenarios, desde luego, pero estos pocos suelen ser el producto del abandono, casi nunca del indulto, y lo cierto es que frente al prestigio de la duración que se impone y sobrecoge en el bosque de robles o en los hayedos antiguos, en el eucaliptal una impresión de eterno retorno induce a pensamientos huidizos, a tópicos de tanatorio.
Pero por suerte o por desgracia aquí en Asturias no es difícil reemplazar el espacio arrasado de esta parcela de recuerdos: basta saltar a la otra orilla del camino y trazar con el compás de la mirada un círculo cualquiera para que reaparezca la monótona profusión de esta vida bastarda que llevan en multitud los eucaliptos y con ella una convicción: la de que por muchos años que tuvieran por delante el fotógrafo y su bosque nunca lograría agotar aquel todas las imágenes que caben en un área del tamaño de una sala de estar. Es entonces cuando, sugestionado tal vez por esta idea, el fotógrafo se sienta y descansa. Hasta que el sol desciende un poco más y vuelve aquella luz invernal y con ella lo inexplicable de la felicidad y lo improbable de su eterno retorno.


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