
Se sorprende al verme. No esperaba encontrarme allí, a esa hora de luces inciertas, esa hora que es tan suya, la de ir tomando posiciones, la de ponerle cara a las sombras justo antes de que se desvanezcan. Él, que con los años ha aprendido a disolverse, a no molestar, a pegarse a las paredes, practicando desde el día en que nació hasta convertirse en maestro de la irrelevancia.
Comienza a caminar hacia mí con intención oblicua, abriendo un ángulo tal que al acercárseme también se aleja, siempre buscando la tangente. A mi vez voy separándome de él, hasta encontrar un rumbo de ceñida por el que aproximarme. Esa danza tiene algo de combate de púgiles sonados. Un haz de luz barre el cuadrilátero. Sin tocarnos, sin necesidad de hacerlo, nos reconocemos en nuestras disímiles soledades. Mantenemos la distancia con mimo: es el espacio necesario para vernos de cuerpo entero, tal cual somos.
Luego hay un punto en el que la propia deriva de nuestras órbitas nos hace perder contacto y salimos despedidos del plano en direcciones opuestas. Desciende el aire azul sobre el promontorio. Observo por el rabillo del ojo cómo guarda la cámara. Oigo cerrarse uno a uno los dientes de la cremallera.