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Como
una baba fría, así se nos va pegando a la piel el fermento de la
niebla en este crudo amanecer, mientras alzamos el rostro
en busca de algún atisbo de azul. Con cadencia casi militar los preparativos se suceden: extender la tela, tensar los cables, comprobar los
mosquetones, encender el quemador. Con las primeras llamaradas un
perro ladra dos veces y calla, olfateante. Nosotros, primerizos, damos vueltas en torno al artilugio sin encontrar la
distancia adecuada entre el anhelo y la prudencia.
A un
gesto del piloto nos apretujamos en el interior de la cesta. Soltamos
amarras. Un mundo plano de piscinas y tejados rojos se despliega. El perro ladra de nuevo, como un recuerdo que se desvanece. La niebla nos
pone entonces un pañuelo de seda delante de los ojos y antes de que
podamos llevarnos las manos a la cara, lo vuelve a retirar: emergemos
empapados de luz y de horizontes. Abajo queda el biombo del ilusionista.
Arriba, esta burbuja de quietud en la que comprimimos el aliento. Como si
ese manto de nubes fuera un humus germinal, todo parece estar naciendo en
este instante de sierras y valles que se abren en todas direcciones. Aferrados al tallo de las
habichuelas mágicas, somos parte del sueño de un gigante
dormido.
Entre
tantos rumbos posibles, pregunto cómo podemos dirigir el artefacto hacia
algún destino en particular. No podemos, contesta el piloto, mientras
comprueba la presión del propano en las botellas. Solo subir o bajar en
busca de alguna corriente, aclara. Por eso uno sabe de dónde despega pero
nunca dónde aterrizará. Lo que no parece preocuparle en absoluto.
Mientras podamos mantener la diferencia térmica, continúa, seguiremos
volando. Después trataremos de encontrar un claro que nos acoja. No
hacemos más preguntas. Se abren las primeras grietas en la superficie del
frío. El gigante se despereza. A nuestros pies buscamos algún atisbo de
verde o de ocre. Un perro vuelve a ladrar, al otro lado de las
nubes.