martes, 19 de agosto de 2008

La huella luminosa


Tomo el testigo que me deja Ismo en su magnífico blog y elegiré cinco lecturas que me han dejado huella. Selecciones de este tipo siempre son aleatorias e injustas, y a menudo mentirosas porque suelen indicar no tanto lo que a uno le gusta como lo que a uno le gustaría que le gustase. Pero trataré de ser sincero, y aunque esto conlleve para un tipo corriente ser poco original, diré que si volviera a nacer me gustaría hacerlo en un planeta que no tuviera memoria de la literatura, para entonces escribir
Un cuento que no termine nunca, como los de Borges.
Un poema que se pueda leer con zapatillas y un gin-tónic, como los de Angel González.
Un ensayo que responda con las preguntas exactas, como los de Fernando Savater.
Un artículo que te lleve a abandonar toda lectura y preparar una paella, como los de Manuel Vicent.
Y un libro de viajes que me lleve donde nunca me atrevería, al fondo de nosotros mismos, como los de Ryszard Kapuscinski.
En todos estos casos hablar de géneros es una convención sin mucho sentido porque los cuentos de los que hablo son como ensayos, los poemas como cuentos, los ensayos como artículos, los artículos como poemas y los libros de viajes son un compendio de todo lo demás, tal vez porque no hay buen libro que no sea un viaje ni viaje verdadero que no merezca un libro.
Me gustaría que los que visitáis este blog dejarais también, si os apetece, vuestras personales preferencias literarias. Y por favor, tened cuidado, porque pienso tomar vuestras elecciones por recomendaciones.
Y para acabar, coincidiendo con mis recién estrenadas vacaciones, este blog se toma también las suyas, aunque creo que no podré pasar sin pasar alguna vez por los vuestros.
Sin más, reciban ustedes un saludo luminoso y punzante como las huellas de los buenos libros, y como los dedos de ese cardo a contraluz.

viernes, 15 de agosto de 2008

Rulos

Bañugues - Asturias

Poblamos la naturaleza de geometrías como si solo fuéramos capaces de hablar un lenguaje matemático. Frente a la aparente simetría del paisaje, tanto más simétrico cuanto más humanizado, dejamos nuestro rastro de figuras proporcionadas y territorios demarcados a tiralíneas. Lástima que este gusto nuestro por la belleza de las proporciones solo sea comparable a nuestra afición a la desproporción en todo lo demás. El caso es que llega un momento en que uno solo entiende un paisaje, solo detiene la mirada cuando encuentra un mensaje escrito en la propia lengua, una confirmación de nuestra cuadriculada idea de armonía, y tomamos, ingenuos de nosotros, el eco por respuesta. Al menos estos cilindros de hierba, posados como animales rollizos y satisfechos, son efímeros, tan efímeros como ese verano que aquí es ya un recuerdo del mes de julio, y pronto el tractor ahorrará a la primera galerna de noviembre el trabajo de irlos desplumando. Y esa ausencia inminente es también otro eco nuestro.

martes, 12 de agosto de 2008

Contra la pared


La hoja descansa al fin, con el corte mellado
y el trabajo concluido.
Ya todos los pensamientos se transmiten por cable,
en circuito cerrado,
y por interminables tuberías
viajan el resto de fluidos que alimentan,
al otro lado,
la dispepsia de un contable educado y pulcro.
Hace tiempo que las cadenas son innecesarias.

sábado, 9 de agosto de 2008

Sueño de una tarde de verano


Me dormí soñando con las fotos robadas de una revista. Me soñé robando de una revista las fotos que dormían. Me fotografié durmiendo en la revista de mis sueños.

jueves, 7 de agosto de 2008

Hongos de nylon


No podía ser de otra manera. De la lluvia carbónica sobre los bancales de aluminio y hormigón solo podían brotar hongos de nylon.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Capas, curvas y colores.


Tras la entrada anterior dedicada al pan, el tema de la siguiente estaba cantado. Cada cierto tiempo y sobre todo cuando el ánimo se me tuerce un poco, voy y hago fotos de cebollas. A través del visor pico, troceo, corto, trituro, reúno, separo, contemplo, perforo… Hasta que los ojos se me empiezan a enrojecer y un molesto lagrimeo me impide continuar la disección. Y es que nunca he terminado de fotografiar una cebolla. Por un lado están sus capas, proverbiales ya, hasta el punto de que sirven de metáfora para las profundidades del alma, más tiernas y dulces conforme nos vamos adentrando. Hay incluso quien ha llegado a afirmar que las capas de la cebolla son anteriores a las del Photoshop, aunque este extremo aún no ha podido ser confirmado.
Pero luego están también y sobre todo, su paleta de colores, irisaciones que se forman por superposición y van desde los púrpuras a los dorados, pasando por todos los carmines y la sombra de los ocres que van fundiendo al blanco en dirección al núcleo. Dicen que las cebollas son muy ricas en azufre. Y debe ser verdad porque sus colores son los ardientes tonos del infierno.
Las cebollas. Siempre que veo las cebollas chupando sol en el corredor de la panera o alrededor de los pegoyos, pienso en planetas incandescentes y les disputo a las moscas las órbitas de los satélites.
Las cebollas, esa obsesión redonda como todas las obsesiones, y absurda. Me gustan tanto las cebollas que, lo confieso, sería capaz hasta de comérmelas.

sábado, 2 de agosto de 2008

Pan de casa


Que dice el viejo que no, que el no come el pan de la panadería. Que no, que solo come la hogaza cocida en el “forno” de casa. Y que si no hay pan de casa, que él no come pan, y que si no come pan tampoco va a comer otra cosa porque a ver con qué la iba a acompañar. En fin, cosas de viejos que no hay quien se las saque de la cabeza. Así que allá van Pepe, Litos y Carmina, a comprar la harina, reunir la leña, limpiar el horno, preparar el “formento”, amasar y cocer las hogazas, que saldrán morenas y generosas, como matronas romanas, y sonrientes.
Esta vez el horno anda algo acatarrado. Alguna gotera originada por los muchos años y el poco uso en los últimos tiempos impide que la leña arda con brío. Por la chimenea sale el aliento del roble, denso y torpe como respiración de bronquítico. Después de retirar las brasas, alcanzada al fin esa temperatura exacta que no requiere de termómetros porque esta guardada en la memoria de las piedras refractarias, el vientre del horno, vacío y oscuro, aguarda la blanca y turgente semilla de la hogaza. Por la chimenea escapan ahora los suspiros de pan que se cuelan por los quicios de las puertas, por cada ventana mal cerrada y por las escaleras que comunican los sótanos y los desvanes de todos los sentidos. Y enseguida salen las hogazas, rotundas, como esculturas de una fragua, milagros sin religión que nos devuelven la fe a los postmodernos.
Esta noche ya podrá el viejo comer su pan de casa, ese pan que se cuece no al calor del fuego, sino al recuerdo de calor que queda cuando el fuego se retira. A lo mejor es por eso que en su interior de miga densa encuentra el viejo el calor de algún recuerdo.

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