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Trazar el viaje de vuelta por una ruta distinta al itinerario de la ida
es una forma de prolongar la ilusión del viaje y de algún modo eludir ese
destino ineludible del regreso. Tomamos entonces la A-231 como el que toma un
comprimido y enseguida empezamos a experimentar sus efectos. La autopista
imprime sobre la inmensidad del paisaje castellano la precisión del resumen:
algo así como una premura por llegar a alguna clase de conclusión acerca de su
geografía no solo física sino quizás también sentimental. Además es una tarde
en la que las tormentas se suceden a nuestro paso con la misma discontinuidad
longitudinal que divide ambos carriles: en el transcurso de una hora anochece y
amanece tantas veces que también el tiempo se ha convertido en una cinta enloquecida
multiplicando por mil la velocidad y las distancias. De entre todo el
instrumental a nuestro alcance acudimos a la cámara fotográfica para tratar de
pausar el vértigo, pero tal vez solo conseguimos añadir ese grado de falsedad
inherente a lo parcial. Todo lo más las fotografías puntúan las frases y
proporcionan al discurso del paisaje un sentido entre muchos posibles. Recupero
hoy alguna de esas fotos, tan recientes todavía, y las ingiero una a una con
todos los elementos que contienen: ahora viajan a través de mi por otra
autopista que se aleja y se pierde entre mínimas tormentas.