En los primeros tiempos del primitivo concurso “1,2,3” existían, como no, tres puertas. Los concursantes tenían que elegir una de ellas sin más pistas que las enigmáticas palabras de un oráculo que lo decía todo y nada al mismo tiempo. La decisión a tomar no era ninguna tontería. Una de las puertas conducía directamente al cielo, a bordo de un flamante, pongamos por caso, SEAT 131 Supermirafiori. Otra llevaba sin previo aviso al peor de los infiernos: el del ridículo para toda la eternidad, cargando, pongamos por caso, con cientos de latas de mejillones en escabeche. Y la otra era el acceso al limbo de lo que pudo ser y no fue pero al menos que me quiten lo bailao, bajo la forma de, pongamos por caso, una modesta cantidad de dinerito, que menos da una piedra, oye. Vamos, que era todo como la vida misma. Uno elige, con fe o sin ella, pero siempre fiándose. Y después que sea lo que dios quiera. El caso es que siempre hay una vía intermedia que es la que proporciona un poco de equilibrio. Ya se sabe, con tres patas ya se hace una tayuela en la que sentarse a descansar. Por eso nos gustan tanto las trinidades, las tríadas, las trilogías y los tríos. Eso, hasta que llegó el papa Ratzinger y nos quitó también el limbo. Si es que este señor no tiene perdón de Dios.
sábado, 1 de marzo de 2008
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Al menos, dejó una puerta abierta...
ResponderEliminarSaludos febriles.
Parece que eligió la derecha.
ResponderEliminarLa verdad es que un dúo resulta demasiado evidente, un cuarteto (siempre que no hablemos de música)parece demasiado complicado para hallar relaciones, vínculos, etc. Un trío es perfecto, como todos los hombres sabemos, porque parece que ese número expande mágicamente los enigmas que nuestra mente quiera imaginar. No sé si me explico...
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