
A veces hay que esperar a que todo termine y solo entonces esperarlo todo, precisamente cuando ya no debería quedar nada. Los adoradores del sol nos reunimos desde tiempo inmemorial allí donde acaba el día, cuando el declinar de la luz permite enfrentarla sin quedar cegado. Los adoradores del sol no somos una secta, ni una asociación ni una red virtual. Ni siquiera sabemos los unos de los otros. Se nos reconoce sin embargo fácilmente porque somos los que en el cine agotamos los títulos de crédito y abandonamos los bares a la hora de las sillas enhiestas y leemos libros del siglo XIX y normalmente vamos cuando los demás ya vuelven. Nuestra liturgia como adoradores del sol es simple: orientamos la mirada al occidente. El motivo de la celebración: el privilegio de estar, ni siquiera de existir. Los adoradores del sol no buscamos lo que la luz desvela ni queremos ser iluminados por ella. Por el contrario, lo único que nuestro trato continuado con el sol nos ha enseñado es que la luz del astro oculta tanto como muestra. Y en esta ocasión, como en tantas otras, fue al ocultarse el sol cuando se desveló la nube y reconocimos en ella la pieza que sin querer andábamos buscando: el contorno exacto de la bisagra hecha a la medida de los goznes de la tierra. Y entonces sí, el día se cerró sin ruido, como una puerta recién engrasada. Cuando la penumbra se hizo lo bastante densa como para apoyarse en ella, nos levantamos y nos fuimos caminando en voz baja.
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Que el próximo año os sea propicio, compañeros. Abrazos varios.