
A decir verdad, salimos del museo un tanto mareados. Habíamos estado recorriendo las diferentes épocas y estilos como si se trataran de las cubiertas sucesivas de un transatlántico y pronto nos resignamos al hecho de estar ante un espacio inabarcable: no solo se expandía ramificándose en innumerables salas atestadas como camarotes, sino también a través de algunas pinturas que parecían conducir al interior de mundos abisales tan prolijos como desconocidos. Conscientes de nuestra limitación nos aplicamos a la labor de picotear pinceladas, luces, fechas, nombres, rostros, sin concedernos el menor respiro, cada vez más pesados y abotargados por una indigestión en ciernes.
Sin embargo, tampoco fuera del museo encontramos alivio: solo esa desorientación que se sufre a veces en los espacios abiertos, mientras buscábamos sin éxito una razón para abandonar el barco, un pretexto para arrojarnos por la borda y confraternizar con los tiburones que necesitan estar siempre en movimiento para no morir asfixiados. Todavía bajo el aturdimiento provocado por las altas dosis de arte consumido, alguien observó que allí donde pisábamos brotaba un pedestal. Fue entonces cuando comprendimos que toda la visita había sido un simulacro: que ahora y solo ahora estábamos accediendo a las verdaderas estancias del museo.