lunes, 29 de marzo de 2010

El tesoro


A punto estamos ya de completar el recorrido, de volver al punto de partida. Aunque tal vez las piernas lo agradezcan, algo dentro de nosotros se resiste a terminar tan pronto. No buscamos la salida, no queremos encontrarla todavía sino que ahora más que nunca afinamos la atención sobre cada detalle, cada hoja, cada grieta que se agranda a nuestros ojos por la inminencia de su pérdida. Tal vez por eso dimos tan fácilmente con la puerta falsa. Nunca entendí bien esta expresión, pues la puerta falsa es siempre la más verdadera, es decir, la que conduce precisamente al lugar que buscamos. Ésta ni siquiera estaba oculta. Apenas apoyamos nuestras manos en el rectángulo tallado sobre el tronco, una puerta en la montaña se abrió sin ruido, sin palabras mágicas. Poco a poco nuestros ojos fueron disipando la oscuridad y empezó a dibujarse en el interior de la cavidad primero un camino pedregoso y luego un arroyo tan parecido al arroyo Valmoro que nadie podría distinguir uno del otro. Después vinieron los robles desnudos, el puente maltrecho, hasta la franja gris-azul que representaba el cielo sobre nuestras cabezas. Enseguida reconocimos el cartel indicador, reincidiendo en su advertencia: “Bandujo, pueblo medieval”. Al parecer habíamos alcanzado el final de la ruta, o lo que es lo mismo, retornábamos al principio. El ruido de la carretera, un destello metálico entre los fresnos procedente de la carrocería de nuestro coche, la luz cayendo hacia el oeste por detrás de los farallones rocosos, la vuelta a casa con el tráfico de siempre, todo era tan normal, tan previsible, que costaba trabajo creer que en realidad estábamos dentro de la montaña. Allí seguimos desde entonces y aunque parezca increíble hay momentos en que llegamos a olvidarlo.

martes, 23 de marzo de 2010

Desniveles



El descenso lo hacemos por el mismo camino. Pero decir el mismo camino es una muestra de pereza mental que la realidad se encarga de desmentir inmediatamente. Y no solo es que la luz, ahora tamizada por las nubes, pinte de nuevo el paisaje y desvele las sombras que provocaba el sol directo de la ida. No, sobre todo es que cuesta abajo el andar se convierte en una verdadera coreografía en la que los pasos han de ser precisos y sin pausa, colocando el pie sobre la piedra que la intuición elige como firme, fiando toda nuestra pericia en la resistencia del empeine, donde todo el equilibrio se logra con el balanceo incesante de las piernas, cuando nunca se puede avanzar de frente y es lo más parecido a bailar un tango con el vacío que se descuelga por el canal vertiginoso que el arroyo abre sobre el pecho del valle, todo eso, en fin, que ejecutaría cualquier vecino con la gracia inigualable del automatismo. A mitad de ruta se encuentran río y camino en sus caídas respectivas. Aprovechamos para romper la vertical. De pronto recuerdo que he estado cargando todo el día con un trípode y decido desplegarlo como homenaje a mis espaldas y también, por qué no, como símbolo de estabilidad en tierra de desniveles. Compongo la clásica toma del arroyo con ese efecto sedoso que le tejen los segundos. Después recojo los bártulos con la tranquilidad de conciencia que da el rito cumplido. Pero un poco más abajo disparo a otra cascada sin apoyos y sin reglas y es en esa foto imperfecta donde percibo la emoción que me arrastra en los torrentes.

(Continuará)

sábado, 20 de marzo de 2010

A pie, en pie


Pero entonces sonó el hacha contra el tocón. Una pausa y estalló de nuevo. Reconocimos la métrica ancestral. “Aún late”, pensamos a un tiempo. Cuando llegamos a su altura el viejo dejó descansar el hacha. Quiso saber cómo habíamos llegado y se le iluminó el rostro al comprobar que el camino sigue siendo caminado. Nos contó de cuando él mismo tenía que recorrerlo cada día: a las seis de la mañana había de estar abajo si quería que un camión lo llevara a la cantera. Suspendió la mirada en algún punto indefinido, pensando seguramente que mejor no vuelvan aquellos tiempos pero, ay, quién pudiera volver a ellos. Lo dejamos partiendo su leña con recuerdos, que arde mejor y dura más el calor. Un poco más allá, una voz débil pide ayuda: encontramos a una anciana tendida en el suelo, a la puerta de su casa. Cayó en la cocina y llegó arrastrándose por el pasillo, ya casi sin fuerzas para levantar la voz por encima de su cabeza. Ahora no quiere volver adentro. Necesita afianzarse de nuevo. “Bandujo, pueblo medieval”, rezaba el cartel. Y sí, la torre sigue erguida, cambiando barrotes por visillos. Pero el tiempo no se ha detenido aquí. Al contrario, ha pasado de largo y solo queda un pueblo sin edad.

(Continuará)

jueves, 18 de marzo de 2010

Como en casa




Por fin la distancia se va resolviendo en cercanías, en anuncios: el ladrido del mastín, sonoro y ahogado, como si se tragara su propio eco, y algún que otro recipiente de plástico que pugna por escapar de los rebufos del arroyo. Mediodía de domingo. Pisamos cemento. Las casas, bien cuidadas, se van escalonando sobre las curvas de nivel de la cabecera del valle. Casi todas cerradas, algunas solo a medias, como si sus habitantes no anduvieran lejos. Nos detenemos en un cruce de caleyas* reconvertido en plaza gracias al implante de un par de bancos de parque urbano. Nos reciben una comisión de gallinas y un gato con las orejas mordidas y la nariz de boxeador. Todos caminan muy despacio. El gato atraviesa el aire sin cortarlo. Una gallina abandona el grupo y nos interpela con una pata en suspenso. Luego un perro mestizo se desploma casi delante de nosotros. Su piel es ya una capa desprendida de los huesos. Se crea una atmósfera de encuentro. Quién sabe desde cuándo nos estaban esperando. Tal vez los que se fueron se hayan olvidado de volver.

*Caleya: calle de un pueblo

(Continuará)


martes, 16 de marzo de 2010

R

Algo más arriba, allí donde terminan las revueltas y nos devuelve el camino una breve paz de entreguerras, se distiende de nuevo la mirada hasta que tropieza con lo que al principio parece solo una cicatriz más en la madera, una de esas muescas que anotan los días duros en sus noches salvajes. Pero abrimos un poco el angular y la marca se convierte en signo y el signo en letra y la letra en inicial. R de roble, de rayo, de río, de rumor. R de rédito. R de recuerdo. Pero más allá de la letra, es la música la que engancha, la caligrafía tan perfecta hasta el punto de que ya no es posible asegurar si procede de la mano incisiva o del ímpetu del árbol por ocultar su herida. R de regeneración. Tomo varias fotos probando focales y puntos de vista diferentes. Al final me quedo con la que tal vez sea la más publicitaria. R de rótulo. Aunque en ese momento todavía no lo sé, en casa trataré de separar tonalmente el fondo del primer plano, manejando con escaso éxito selecciones, curvas y niveles. Al final el bosque impondrá su ley de la máxima indiferencia, su íntima naturaleza de tapiz. Como en aquellos dibujos ocultos en un galimatías que de pronto surgían en 3D cuando lográbamos suspender la mirada en un punto fuera del plano, así tal vez haya que observar el bosque. ¿R de revelación?

(Continuará)

lunes, 15 de marzo de 2010

Hoja de ruta


“Bandujo, pueblo medieval”. Así reza un cartel al inicio de la senda oculta entre las peñas que horada el arroyo Valmoro. Con su mera presencia el cartel indica también que el camino cayó en desuso, pues de lo contrario no haría falta nada que anunciara lo que cualquiera habría de saber, el vecino por vecino, y el extraño porque ya habría tenido buen cuidado de informarse con antelación. Ahora el cartel hace las veces de reclamo para los avezados gestores del ocio en que nos hemos convertido. Emprendemos la marcha pues, y a la media hora, en lo más vertical de la senda, con la disculpa del paisaje nos detenemos en busca del resuello que vamos dejando atrás. Reparamos entonces en la extraña filigrana que decora una hoja de zarza. Extraña al menos para nosotros, ignorantes y dudosos entre el capricho del liquen, el hongo fatal, el rastro ácido de alguna oruga o la rúbrica de cualquiera de los seres intermedios que habitan todavía estas foces y los sotos. De pronto reparamos en que el dibujo de la hoja reproduce fielmente el sinuoso trazado de nuestro recorrido. Sin tiempo casi para la sorpresa se nos quiebra la hoja entre los dedos, rota por la misma costura que nos unió las miradas. Me pregunto por qué el conocimiento irá acompañado casi siempre de alguna clase de destrucción. Pero me callo la pregunta. Y seguimos caminando como si nada hubiera sucedido.

(Continuará)

jueves, 4 de marzo de 2010

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