
La tarde del domingo es un tiempo propicio para el encuentro de las soledades, esas soledades hechas de costumbre y acidez, nada heroicas, soledades ocultas en salas de estar donde estar es ya la única manera posible de ser. Así, nuestro cuerpo de plástico y nuestra alma catódica se miran sin nada que decirse. La casualidad ha querido que él tenga forma de mujer y ella rostro de hombre. Uno vive en un cuarto piso y el otro en un segundo, también sin ascensor. Habitan ciudades y fechas diferentes, pero a través de mí han llegado a conocerse. Ella anda siempre pendiente de la corriente que la empujará al vacío. El teme al apagón de la tormenta, pero aún más a la subida de tensión que devuelve la corriente. La meteorología los une y saben que una corriente, de aire o de electricidad, que más da, los arrastrará sin remisión. Con sus miedos se aman. A su manera. Sentado en un sofá, un domingo por la tarde, ante una taza de té frío, siento como mi cuerpo de plástico y mi alma catódica se toman finalmente de la mano, con las rodillas juntas y la mirada perdida en la ventana abierta y sin visillos.
