
La verdad es que ni siquiera debí haber tomado la salida. Si Aquiles, atleta de reconocida fama y prestigio, todavía hoy sigue tratando de dar alcance a la exasperante tortuga, ¿cómo pude pensar yo en vencer a un perro joven y animoso como Rex? Nada más arrancar ya supe que tenía la carrera perdida. Entre las zancadas quinta y sexta logré recortar un poco las diferencias, circunstancia que aproveché para el disparo, pero antes de los 50 metros ya me sacaba varios cuerpos de ventaja. Y cuando digo varios quiero decir demasiados para ser contados. Una vez en casa, recuperado el resuello, que no el orgullo, analicé la imagen para ver si me era posible descubrir en ella algún indicio de la causa del desastre. Fue en una de las versiones en blanco y negro donde di con la radiografía perfecta. El perro no corre, se desliza con el “prao”, llevado en volandas por la hierba, igual que un delfín sobre la superficie del océano. Yo en cambio hice mi carrera por el camino de grava y tierra apisonada que discurría paralelo, más o menos con la misma gracilidad de un escalador pertrechado de mosquetones y arneses contra la pared de una montaña horizontal. No fue una competición justa, pero el no tuvo la culpa. Simplemente jugamos en ligas diferentes. Por eso aprecio aún más la paciencia que muestra conmigo. Solo una vez estuvo inquieto esa tarde: cuando me tumbé para aprovechar mejor un rayo de sol entre las nubes. Antes de cinco minutos caía el chaparrón, inesperado solo para mí.
