Guggenheim Bilbao
Cuántas veces nos asalta la duda y qué frágiles son nuestras murallas. Por ejemplo, cuando visitamos un lugar emblemático, sobre todo si se trata de un monumento o un edificio pensado para ser mirado, con esa arquitectura que lleva inscrita en si misma una contemplación tan unívoca como sus cimientos. Presos entonces de la duda rodeamos la construcción y examinamos todos sus flancos buscando el resquicio nunca fotografiado, el ángulo no previsto en los planos, el fallo al fin y al cabo, la fisura, o esa conjunción nueva que nos permita apropiarnos del lugar y del momento, porque murallas más altas han caído, empezando por las nuestras. Y disparamos arriba y abajo, fuego a discreción, y nos damos la vuelta con un giro felino para sorprender el encuadre que se oculta ladino a nuestra espalda. Porque también a veces nos asalta esa sensación de que lo importante está sucediendo ahora mismo y siempre a nuestra espalda. Exhaustos de imágenes terminamos por bajar los brazos y observar no sin cierta envidia al turista sincero que solo pretende fotografiarse con su familia delante del monumento. Te pide con un “please” que tú le hagas la foto, y se la haces naturalmente, buscando que salga todo y sin cortar muchas cabezas. Y les haces otra por si acaso alguien cerró los ojos cuando no debía. Ellos te dan las gracias, sinceramente, y se van sin más, dejándote allí con la convicción de que esa y no otra era la foto que buscabas.