
A punto estamos ya de completar el recorrido, de volver al punto de partida. Aunque tal vez las piernas lo agradezcan, algo dentro de nosotros se resiste a terminar tan pronto. No buscamos la salida, no queremos encontrarla todavía sino que ahora más que nunca afinamos la atención sobre cada detalle, cada hoja, cada grieta que se agranda a nuestros ojos por la inminencia de su pérdida. Tal vez por eso dimos tan fácilmente con la puerta falsa. Nunca entendí bien esta expresión, pues la puerta falsa es siempre la más verdadera, es decir, la que conduce precisamente al lugar que buscamos. Ésta ni siquiera estaba oculta. Apenas apoyamos nuestras manos en el rectángulo tallado sobre el tronco, una puerta en la montaña se abrió sin ruido, sin palabras mágicas. Poco a poco nuestros ojos fueron disipando la oscuridad y empezó a dibujarse en el interior de la cavidad primero un camino pedregoso y luego un arroyo tan parecido al arroyo Valmoro que nadie podría distinguir uno del otro. Después vinieron los robles desnudos, el puente maltrecho, hasta la franja gris-azul que representaba el cielo sobre nuestras cabezas. Enseguida reconocimos el cartel indicador, reincidiendo en su advertencia: “Bandujo, pueblo medieval”. Al parecer habíamos alcanzado el final de la ruta, o lo que es lo mismo, retornábamos al principio. El ruido de la carretera, un destello metálico entre los fresnos procedente de la carrocería de nuestro coche, la luz cayendo hacia el oeste por detrás de los farallones rocosos, la vuelta a casa con el tráfico de siempre, todo era tan normal, tan previsible, que costaba trabajo creer que en realidad estábamos dentro de la montaña. Allí seguimos desde entonces y aunque parezca increíble hay momentos en que llegamos a olvidarlo.