Podría ser un espejo o el andén 9 y 3/4 de King's Cross Station. Pero
esta vez se trata de un árbol, un humilde espécimen urbano afincado en
una acera poco transitada. El hombre, que mientras pasea va pensando en
sus cosas, se despista un segundo y atraviesa el tronco del árbol
limpiamente. Se detiene, se palpa la frente, el pecho, se mira las
palmas de las manos: incólumes (bueno, tal vez las uñas necesitaran un
repaso). Se vuelve y la corteza firme del árbol le devuelve una única
certeza: ahora está del otro lado.
Este lado otro se caracteriza por ser un lugar inexplorado. Pero en apariencia no se distingue del mundo que acaba de dejar: también hay una calle con árboles simétricos que parece una prolongación de la anterior. A primera vista es una copia fidedigna, demasiado fidedigna. La sospecha pone a trabajar a todos sus sentidos: en busca de algún desliz rastrea el olor a yodo del cercano malecón o la correspondencia entre la matrícula y el modelo de los coches. Cree medir un exceso de retardo en el sonido de un avión que surca el cielo.
Tanto superávit de atención lo agota pronto. Se da por vencido: la réplica es perfecta y no hay show ni Truman que valgan. Se siente estafado. Para una vez que se tropieza con un portal interdimensional, acaba en una realidad idéntica a la suya donde la única falla parece ser él mismo. Arde de indignación y busca en la mirada de los otros una pizca de solidaridad. Parecen no verle, aunque lo esquivan con absoluta precisión. Hasta en esto ambos mundos se repiten.
Justo entonces, en lo más hondo de su abatimiento, comprende que esa es precisamente la singularidad de este universo paralelo: de entre todos posibles ha accedido al único isócrono e isométrico respecto al suyo. Tan extraordinaria coincidencia le hace sentirse casi un elegido y llevado del entusiasmo ensaya unos pasos de baile alternados con alguna tímida cabriola, que sin apenas darse cuenta le devuelven al árbol del que partió.
Lo examina ahora con pasión de entomólogo. Con pericia de desvalijador lo ausculta. Pero no tratará de encontrar quicio ni resquicio en la madera, pues al no haber diferencia entre ambos territorios tampoco tiene objeto volver a atravesarla. El concepto mismo de volver carece de sentido y como no encuentra otro que aquel que el árbol señala, a su alrededor el hombre se ensortija, trepa y ramifica: fibra a fibra, como el amante ciego, va levantando el mapa de una nación inabarcable. En lo alto de la copa, el hombre al fin se planta, se embosca. Allí no quedan lados sino alados horizontes, luz y contorno.
Este lado otro se caracteriza por ser un lugar inexplorado. Pero en apariencia no se distingue del mundo que acaba de dejar: también hay una calle con árboles simétricos que parece una prolongación de la anterior. A primera vista es una copia fidedigna, demasiado fidedigna. La sospecha pone a trabajar a todos sus sentidos: en busca de algún desliz rastrea el olor a yodo del cercano malecón o la correspondencia entre la matrícula y el modelo de los coches. Cree medir un exceso de retardo en el sonido de un avión que surca el cielo.
Tanto superávit de atención lo agota pronto. Se da por vencido: la réplica es perfecta y no hay show ni Truman que valgan. Se siente estafado. Para una vez que se tropieza con un portal interdimensional, acaba en una realidad idéntica a la suya donde la única falla parece ser él mismo. Arde de indignación y busca en la mirada de los otros una pizca de solidaridad. Parecen no verle, aunque lo esquivan con absoluta precisión. Hasta en esto ambos mundos se repiten.
Justo entonces, en lo más hondo de su abatimiento, comprende que esa es precisamente la singularidad de este universo paralelo: de entre todos posibles ha accedido al único isócrono e isométrico respecto al suyo. Tan extraordinaria coincidencia le hace sentirse casi un elegido y llevado del entusiasmo ensaya unos pasos de baile alternados con alguna tímida cabriola, que sin apenas darse cuenta le devuelven al árbol del que partió.
Lo examina ahora con pasión de entomólogo. Con pericia de desvalijador lo ausculta. Pero no tratará de encontrar quicio ni resquicio en la madera, pues al no haber diferencia entre ambos territorios tampoco tiene objeto volver a atravesarla. El concepto mismo de volver carece de sentido y como no encuentra otro que aquel que el árbol señala, a su alrededor el hombre se ensortija, trepa y ramifica: fibra a fibra, como el amante ciego, va levantando el mapa de una nación inabarcable. En lo alto de la copa, el hombre al fin se planta, se embosca. Allí no quedan lados sino alados horizontes, luz y contorno.