miércoles, 30 de julio de 2008

Lección descalza


Sé que es una batalla perdida y aun así persisto en el empeño. Desde hace tres años (tal vez cuatro, he perdido la cuenta) intento que las zapatillas de Nicolás permanezcan en sus pies, finalidad para la que fueron fabricadas y adquiridas. Sin embargo, una fuerza de repulsión aún no bien estudiada por la Física impide que pies y zapatillas se mantengan en contacto más allá del tiempo que tardo en abandonar la observación del fenómeno. El principio de incertidumbre de Heisenberg, aspecto esencial de la mecánica cuántica, establece que es imposible conocer de antemano la posición y el impulso de una partícula dada, ya que el observador con su observación introduce una variable que incide en el resultado. Pues bien, el fenómeno de las zapatillas de Nicolás parece responder a un principio inverso, conforme al cual es la falta de observación la que determina con total certeza el resultado, que será siempre de alejamiento proporcional al tiempo transcurrido.

Razones, premios, amenazas, castigos, seguimientos intensivos, cordones con nudo corredizo, todo ha sido inútil. No parece sin embargo que el vástago esté tratando de mantener un pulso con su progenitor. Más bien tengo la impresión de que mis órdenes sencillamente no alcanzan su objetivo: se quedan en el vestíbulo de su sala de mandos donde se van amontonando unas sobre otras hasta obstruir la entrada y allí esperan sine die ser recibidas en audiencia. Por otra parte, lo cierto es que tampoco tengo pruebas fehacientes de que la falta de calzado haya sido la causante de catarros, infecciones o cualquier otro perjuicio a su salud. Por el contrario, está demostrado que sin zapatillas se lee, se escribe y se piensa más rápido, más alto y más profundo.

Pero la cuestión es la siguiente: ¿cómo puedo ahora, después de tanto tiempo, claudicar ante el incumplimiento de esta norma seguramente inútil e inútilmente impuesta, sin ver menoscabada mi autoridad de forma tal vez definitiva? Se me dirá que una retirada a tiempo puede ser una victoria, o que la tolerancia y la sabia rectificación forman parte también del programa de enseñanza. Sí, ya sé, yo también me he leído los tratados de ética y los manuales de psicología. Pero lo cierto es que uno acaba siendo esclavo de sus propias leyes. Y si renunciamos al papel que nos toca interpretar, ¿qué nos queda entonces?

En fin. Obligado como estoy a velar por el mantenimiento de un orden vacío de contenido, me consuelo pensando que con su desobediencia Nicolás practica una tenacidad a la que aguardan mejores empeños.


lunes, 28 de julio de 2008

La vieja Europa


No fue una vida fácil la suya. Guerras, crisis, sucesiones, desplomes bursátiles, revoluciones. Administrar toda esa complejidad que se extiende por debajo del trópico de cáncer, desde el fondo de una larga mesa de caoba, fue una labor que requirió en ocasiones de un coraje que hoy empieza a escasear. Plantaciones en el Brasil, minas en el Congo, manufacturas en la India. Pueblos incapaces de comprender los fundamentos de la propiedad, de atender a los dictados de las leyes del comercio internacional, de imaginar siquiera los rudimentos de la nueva economía. Pese a todo, el uso de la fuerza, siempre doloroso, fue un recurso residual. Por suerte la mayoría de las veces bastó con adiestrar debidamente a indígenas de confianza.
Un pañuelo de seda, un ídolo de marfil, frutas exóticas, nada de lo que las diversas geografías pueden ofrecer faltó nunca en las estancia de su casa. Nadie podrá decir que mostró rechazo alguno por esos pueblos de Dios, necesitados tan solo de una recta dirección en sus vidas penitentes.
Al final de sus días disfruta la señora de esta lluvia que cae hoy como siempre ha caído, con una delicadeza constante y uniforme, civilizadamente. No duda de que también para ellos dos, ahora en su mismo lado de la barandilla, es un premio esta llovizna apacible, acostumbrados como están a ver en la lluvia un milagro que rara vez sucede o un castigo que se desploma arrasando las escasas esperanzas.
Su vida, ya digo, no fue fácil ni sencilla. En realidad siempre vivió en una situación de estricta dependencia. Primero dependiendo de los otros para mantenerse sentada y ahora para poder incorporarse.

viernes, 25 de julio de 2008

Contemplativa asfáltica


Más de una vez me vi dibujado en el asfalto. Mi silueta recortada sobre él como un monigote del día de los inocentes. Alguna de esas veces no llegué a caer, escapé del golpe por milímetros. En esas ocasiones, cuando lograba dar alcance al corazón, me detenía para agradecer mi buena suerte al dios oscuro del azar, que sí juega a los dados, aunque trucados. Otras, en cambio, conocí el gusto acre que deja el alquitrán. Y no era dolor lo que sentía después de arrancarme la gravilla de la carne abierta. Era la vergüenza de saber que una parte de mí manchaba la calzada. De aquel entonces conservo parches de piel tersa y rosada en diversos lugares de mi cuerpo, así como una emoción malsana, como de viejo bebedor, cada vez que empuño el manillar de una bicicleta.

miércoles, 23 de julio de 2008

Tira


Contra lo que pueda parecer, en el tiro de cuerda no gana el más fuerte. Gana quien más y mejor resiste. Sé que el perímetro torácico de los participantes puede indicar otra cosa, pero lo cierto es que este es un juego de dura estrategia, especialmente en su modalidad “en pocera”, en la cual los deportistas apoyan los pies en unos hoyos escavados en la tierra y tiran sentados, de modo que las eliminatorias pueden prolongarse durante muchos minutos. Y como en toda estrategia hay una parte de cálculo matemático y otra de penetración psicológica. Una tirada de cuerda puede ser incluso una lección de economía.

Veamos. Cada equipo cuenta con una cantidad de fuerza (x e y) que debe administrar en el tiempo. Al principio ambas incógnitas, en tanto desconocidas, son equivalentes y la ecuación solo se resuelve cuando se deshace el equilibrio a favor de una de ellas. Un equipo puede optar por un gasto inicial importante, largando de mano un arreón con el que cobrar una ventaja que tal vez sea definitiva, o puede preferir una salida a la defensiva, enrocarse en una posición crítica y esperar a que el enemigo se desgaste y entre en números rojos, para entonces echar mano del fondo de reserva y hacerse con el quebrado contrincante.

Desde el punto de vista psicológico, aunque lo primero es tensar la cuerda, es la tensión de las voluntades la que aprieta de verdad los nudos. Y la que los deshace. El entrenador, mientras infunde ánimos y ordena el “todos a una”, trata de anticipar el próximo tirón del adversario en esos gestos mínimos, como aquel ceño que se frunce al otro extremo de la cuerda, leve e involuntario como un temblor animal. Los tiradores por su parte atienden a cualquier vibración que delate un desfallecimiento del rival. Por la misma cuerda circulan los temores y las fuerzas en una corriente alterna que se retroalimenta.

Hasta que cortocircuita. Roto el equilibrio a favor de una de las partes, se desata la reacción en cadena: un tirón tras otro logra despegar del suelo el culo del rival, y aquí incorporarse significa caer. Cuando al fin la marca de la cuerda entra en el campo del vencedor lo primero es el alivio compartido y después apenas hay celebración, solo saludo al digno vencido. Otra cosa sería impropia de hombres recios y cabales.

Entre tanto el público formado por familiares, amigos y algún que otro curioso ha permanecido de pie, jaleando en muy contadas ocasiones, agarrado a la cuerda con los ojos y escrutando el sufrimiento de los rostros. Ya se sabe, diez miran como uno trabaja. Pero este es otro deporte, también de gran arraigo y tradición, del que tal vez hablaremos otro día.

martes, 22 de julio de 2008

Cita a ciegas

Imagen tomada sobre un cartel de La Casa del Libro


A propósito de este blog híbrido de imágenes y palabras, algunos os habéis formulado (yo mismo me formulo) la pregunta del millón: ¿qué fue primero, la foto o el texto? ¿la gallina o el huevo? Yo creo que ni lo uno ni lo otro. Lo primero fue, siempre es, la pregunta misma.

Como en el fondo estamos hablando de los entresijos de la creación, lo mejor será acudir a la opinión de un profesional. Siempre he creído que Dios, que todo lo ve, debe tener algo de fotógrafo, que por algo todo este tinglado empezó con un "hágase luz", así, a pelo, sin cerillas y sin interruptores. Sin embargo, y según las mismas fuentes, al principio fue el verbo y por tanto es de la mágica palabra de donde nacen todos los conejos y no del fondo oscuro del sombrero. Pero es que antes de la luz y antes que la palabra, estaba la apacible nada, y algo hubo de sentir el creador para querer revocarla, aunque fuera tan solo una incierta comezón, un cosquilleo, una inquietud apenas, cuya respuesta fue esta idea de universo que habitamos y que como idea no es ni mejor ni peor que otra cualquiera.

¿Quiere esto decir, trasladado a nuestra modesta creación prêt-à-porter, que es entonces la foto, toda foto, la respuesta a una pregunta? No exactamente. John Berger lo explica maravillosamente en su libro "Otra manera de contar": "En cada acto de mirar hay una expectativa de significado. Esa expectativa debiera distinguirse del deseo de una explicación. El que mira puede explicar después, pero antes de cualquier explicación existe la expectativa de lo que las apariencias mismas estén a punto de revelar". Y continúa: "La esperanza de una revelación representa el estímulo de toda mirada que no tiene una finalidad funcional precisa". Creo, como Berger, que cuando esa expectativa se confirma, cuando las apariencias hablan al fin y nos revelan las conexiones de los acontecimientos y nuestra conexión con ellos, experimentamos un efímero segundo de certeza y con ella la satisfacción que da la comprensión o la intuición, aunque sea parcial, acerca de la complejidad por la que transitamos (el “gozo intelectual” que diría Jorge Wagensberg). Qué curioso, solo después de obtener la respuesta llego a averiguar cuál era la pregunta, aunque ésta precede lógicamente a aquella, igual que solo al final de la película podemos alcanzar su sentido y todo el significado que encerraba su principio. Solo al final, y a veces ni siquiera. A veces la respuesta es otra pregunta enmascarada.

Y respondiendo a la pregunta del principio, que es también la pregunta por el principio, solo puedo decir que en mi caso no existe prioridad entre imagen y palabra. Y ni siquiera creo en su complementariedad, como si una viniera a rellenar la inevitable ambigüedad de la otra. No. Más bien me parece que texto y foto se citan mutuamente y mutuamente consuman una relación esporádica, sin otro compromiso que el de saciar su naturalidad curiosidad. Y la mía.

viernes, 18 de julio de 2008

Veraneante deconstruído


En verano cobra el cuerpo un especial protagonismo. Hay quien aprovecha para reunificar las partes que hasta entonces andaban desmembradas y ajustar los engranajes, pero hay quien se entrega a la dispersión de cada uno de sus miembros, procurando no solo que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha, sino también que piensen los pies aunque uno termine andando de cabeza. Y luego está, como no, el tipo ecléctico, amante de la biodiversidad, que busca un cuerpo ajeno para cualquier clase de intercambio. Con este desbarajuste es probable que termine por reinar una cierta confusión de identidades, nada sin embargo que no arregle una buena tormenta de finales de agosto cuyo rayo certero nos devolverá a nuestra vida de Frankenstein, con el corazón algo dolorido.

miércoles, 16 de julio de 2008

Navajas de Taramundi


Antes de saber dónde estaba Taramundi, antes de saber siquiera si era un lugar geográfico, Taramundi era para mi una marca, la de la navaja que mi abuelo se sacaba del bolsillo de la chaqueta de pana, aquella que no se quitaba ni en invierno ni en verano porque, como todo el mundo sabe, lo que quita el frío también quita el calor. Mi abuelo no llegó a ver nunca un móvil, pero jamás salía de casa sin palparse el bulto de la navaja. Estoy seguro de que sin ella se sentiría como desnudo, falto de la necesaria cobertura. Mi abuelo tampoco llegó a conocer el concepto “multimedia”, pero cuando desplegaba la hoja oculta en la madera se abrían para él un sinfín de posibilidades, formas diversas todas ellas de comunicarse con su entorno: desde cortar la rebanada y laminar sobre ella aquel tocino luminoso hasta cercenar la cabeza de la víbora; o quizás tan solo limar las asperezas de la vara de avellano con la misma precisión con que se rebajaba las uñas que habían ido adquiriendo la dureza y el grosor del carbayo milenario; o a lo mejor pelar la pera recién caída, o sajar la herida purulenta en la pezuña de la vaca o hendir la caña que servirá al nieto de silbato; y también más de una vez apretar fuerte la empuñadura en el fondo del bolsillo, en el fondo de la noche sin más luz que la de las pupilas febriles del lobo en el camino.

Ahora que ya sé dónde está Taramundi me encuentro con que la navaja tiene allí hasta un museo dedicado. Está en Pardiñas, otra aldea unifamiliar, donde Carmina y Litos lo levantaron y lo sostienen con toda la dedicación de un arte que les viene de familia. No en vano, su hijo Juan Carlos continúa engarzando navajas que a veces se convierten en pequeñas piezas de coleccionista, con la clara idea de que mantener viva la tradición es llevarla más allá de si misma. Su inquietud contrasta vivamente con la quietud que envolvía su taller en la hora última de la tarde que la luz aprovechaba para tomar sus últimas posiciones entre las láminas de acero, las piezas de boj, las notas, los albaranes, los tornos y los yunques y la piedra de afilar. Olía a serrín y a humo de fragua.


Yo aún no tengo móvil, pero ya tengo navaja. Sé que apenas me queda nada que cortar; otros tampoco tienen apenas nada que decir y continúan rajando.

martes, 15 de julio de 2008

Atardecer plástico


Tras una mañana gris, algo ausente, el domingo viró a los limpios cielos del nordeste, y por la tarde el mar entre los acantilados nos acogió con la transparencia del prestidigitador. A través de las gafas de buceo realicé mis mejores tomas, esas que nunca serán criticadas porque no tienen más soporte que mis palabras. Un pulpo atrapado entre las rejas de una nasa me miró con un único ojo, inmóvil. Sentí frío y volví a tierra.
Las nubes habían regresado y el mar languidecía. Deseché por absurda la sensación de haber pasado varios días con la mirada sumergida. En el camino de vuelta fui contando los odres de plástico en los que la hierba fermenta privada de la luz y del oxígeno. Cuando llegue el otoño será una masa ácida que alimentará a la vaca embriagada por sus vapores etílicos. Y así beberé también yo de mis recuerdos submarinos.

viernes, 11 de julio de 2008

Los límites de la realidad


“¡Oh, Mino, que bonito sería poder entrar en la Casa del Espejo! ¡Estoy segura de que contiene un montón de cosas preciosas! Juguemos a que hay un modo, alguno habrá, de entrar en ella. Mino, juguemos a que el cristal se hace blando como gasa, para que así podamos traspasarlo. ¡Pero cómo, si parece que realmente se transforma en niebla! ¡Ahora sí que va a ser fácil traspasarlo…!
Mientras decía esto, se vio subida a la repisa de la chimenea, sin saber exactamente como diablos había llegado ahí. Y en efecto, el espejo empezaba a disolverse al contacto de sus manos, como si fuera una clara bruma plateada.”
Fragmento de “Alicia a través del espejo” - Lewis Carroll

miércoles, 9 de julio de 2008

Cuarta dimensión


Somos muchos los que consideramos el objetivo de la cámara como una extensión del ojo que escruta desde el otro lado del visor: la lente sería al cristalino lo que el sensor a la retina conectada a la memoria. Pero sabemos que, pese a las apariencias, lo cierto es que funcionan de modos casi opuestos. Mientras la cámara convierte la información luminosa en el registro completo y permanente que resulta de la suma de dicha información, el ojo humano transmite los datos a nuestro cerebro que se encarga de procesarlos completando lo que falta y restando lo que sobra para traducir esa información en un registro no necesariamente fiel sino ante todo útil y comprensible. La cámara es exhaustiva pero tonta, cosa que todo fotógrafo sabe y trata de suplir con sus mañas compositivas.
Debido a que la retina no retiene sino que solo transmite, las escenas que percibimos están estrictamente ligadas al instante temporal en el que tienen lugar, es decir, vemos una sola escena cada vez. Sin embargo, la cámara es capaz de manejar el tiempo y sustraerse a sus límites. Así sucede por ejemplo cuando utilizamos una exposición larga (en el caso de la foto de hoy fue de unos cuantos segundos) y logramos registrar en un mismo espacio instantáneo lo sucedido en instantes diferentes. Surge entonces una versión distorsionada de la realidad, pero mucho más completa: la realidad en cuatro dimensiones, frente a nuestra pobre realidad tridimensional. Y es que, pese al empeño del sentido común, lo cierto es que vivimos en una permanente discontinuidad temporal, en un mundo de fotogramas separados. La memoria y la imaginación, que no operan ni por adición ni por sustracción sino por analogía, tratan de salvar esas distancias, de relacionar nuestras experiencias pasadas y presentes, e intentan proveer de sentido a lo que no tiene más sentido que su propia reproducción.
La noche de San Juan, danzando en torno al fuego, aunque sea una hoguera hogareña como lo fue la nuestra, encendida en mitad de un cruce de caminos con leña encontrada en las cunetas, es uno de esos ritos que antes pretendían poner en marcha el ciclo de las cosechas, conectar la semilla con el fruto, el deseo con el disfrute. Hoy, aunque hemos extraviado las fórmulas de esa magia, aun podemos cantar al son del fuego, saltar sobre las ascuas y esperar a que aparezca la bruxa hecha de pavesas para pellizcarnos las mejillas y las nalgas. Solo hay que estar atentos a la cuarta dimensión y para ello no es preciso aguardar al advenimiento del cuarto milenio. Basta con ver pasar el tiempo.
El que ante esta foto no distinga el rostro avejentado de la meiga frente a la espada llameante es que no se ha tomado la dosis suficiente de segundos.

lunes, 7 de julio de 2008

Lost in translation




Ya hace una semana que regresé a la ciudad tras una estancia más bien breve entre nieblas, bosques, arroyos y garrapatas. El día que volví a pisar las aceras caminaba casi apartando el aire, una melaza agria que penetraba en mí con la aspereza de los escapes y el aliento a cemento de los edificios demolidos. Pero enseguida mis capacidades adaptativas se pusieron en marcha y empecé a traducir
avenidas por torrentes
callejones por senderos
perros por ovejas
semáforos por flores
cláxones por cantos
humos por nieblas
gentes sin oficio por oficios sin gente
miradas huidizas por indagatorias
sicomoros por castaños
escaparates por enredaderas.
Aspiré entonces profundamente el plomo gaseoso de las selvas fósiles y el efecto traslativo se mantuvo como una alucinación de la que aún no he logrado salir del todo.

jueves, 3 de julio de 2008

Todos los colores



Fue apenas una semana en Taramundi, en la extremadura occidental de Asturias, una semana viendo cada mañana desde la aldea de Lourido renovarse el curso del Turía, allá abajo, invisible entre la selva de los montes. Me traje de allí una navaja y cuatrocientas fotos. Fotos del agua, fotos del aire, fotos de la tierra y fotos del fuego. Fotos de las nieblas eternas sobre la sierra de Eiroá, de cascadas de seda, de paredes de pizarra y suelos de castaño, de los hornos de pan y de las fraguas. Después de revisarlas a conciencia durante estos últimos días quise presentar aquellas imágenes que mejor resumieran este aluvión de estímulos visuales. Las encontré precisamente en las fotos tomadas el último día de mi estancia: Miguel es el único niño, junto con su hermana de un año de edad, que vive en Lourido, hijo de la única familia que en él habita con carácter permanente. A Miguel le gustan las consolas y saltar a la comba, y si le tiras de la lengua cuenta sin darse importancia mentiras a medias con la apariencia de verdades completas. Por sus ojos pasan cada día todos los colores. El es el extremo desequilibrante, el enlace crucial, él es el quinto elemento.

Archivo del blog