
Con la
naturalidad de un gesto involuntario, se llevó una vez más la cámara a la cara,
el visor a la pupila y apoyó el índice sobre el disparador. Pero cuando estaba a
punto de ejecutar la sutil presión adicional que permitiría a la luz alcanzar
la superficie del sensor, acudió a su mente cierta idea, cierto escrúpulo con
el que no había contado hasta entonces. Comprendió de pronto el verdadero
significado y por tanto la abrumadora responsabilidad que implicaba el acto
aparentemente nimio de tomar una fotografía: indultar la fracción del mundo que
deberá resistir a la destrucción incesante del tiempo, elegir la pieza que
construirá nuestra memoria y la narración no de lo que somos sino de lo que
seremos, mientras condenamos a todo lo demás al vertedero donde se hunde lo que
no vimos, lo que no quisimos ver o lo que vimos y despreciamos. En ese dedo que
desciende reconoció al pulgar del césar: solo esto merece vivir, perezca el
resto. Oyó entonces el ruido ensordecedor de los miles de clics que caían como
hachazos en aquel mismo instante y se horrorizó al pensar en todas las fotos
que con el correr de los años solo mostrarían nuestra ceguera. Estuve allí ¿y
esto fue todo? este fragmento de horizonte, estos rostros que ya no reconozco,
estas líneas cuya armonía forcé. Dónde el temblor, dónde el latido, dónde lo
otro, la materia de la que está hecha la vida. Todavía con el índice en el
obturador, una nube enturbió apenas la intensidad de la luz que inundaba la
escena. El fotógrafo lo supo por una leve variación en la saturación del azul y
en la profundidad de las sombras. Supo también que tendría que disparar antes de
que fuera demasiado tarde y que probablemente no bastaría con una toma, ni con
dos ni con tres, y que agotaría la tarjeta si fuera necesario.